CAPÍTULO I
El historiador no puede ni debe más sino decir la verdad,
examinando personas y sucesos a la luz del tiempo en que
vivieron o se produjeron, ya que de otro modo no sería justo.
Vicente Riva Palacio
Derribado el altar de sus mayores,
traicionada su fe, rota su vida,
atormenta al Tecutli la honda herida
que le hace sucumbir entre dolores.
No lamenta pasados esplendores
y de vanas grandezas se descuida,
tan sólo llora su ciudad perdida
el altivo señor entre señores.
No eran pues dioses blancos cual creía
los que en falaz maniobra, cruel e impía,
le engañaron con mágica apariencia.
No eran los teules de la profecía
que Serpiente Emplumada refería,
sino hombres sin honor y sin conciencia.
El autor muestra su descontento con quienes hablan de México
sin ser mexicanos y sin conocerlo
Difícil es juzgar a un personaje y así lo reconocerán quienes, sinceramente, despojados de la mentira, el interés y la pasión, sientan y se coloquen en donde deben y como deben.
Más difícil cuando el personaje ha sido colocado a través de generaciones en un lugar que la mentira, el interés y la pasión han creado; pero más aún para quienes, sólo por amor a su pueblo y a su raza, que día a día son heridos por la torpeza de quienes se deleitan en denigrar, en sobajar, en renegar de su propia tierra, de los suyos y de ellos mismos, se atreve a dar un mentís a los eruditos; a quienes creen deberlo todo al extranjero, sin recordar que, por los suyos, corrió o circuló la sangre de los que ahora son motivo de su desconocimiento, su rencor, su desprecio; a quienes teniendo entre sus manos y ante sus ojos los preciosos documentos: pruebas negativas a lo que en un régimen hispanista y convenenciero inculcó en nuestro cerebro desde nuestra más tierna infancia; en nuestros hogares y en nuestras escuelas, haciendo pasar inadvertida la grandeza de nuestros fundadores; a aquellos que trataron de borrar el recuerdo y honor que correspondía a nuestros primeros gobernantes, modificando la capacidad de nuestros sabios y la sublime honorabilidad de nuestro pueblo, para entregarlo todo, para concederlo todo, para deberlo todo a quienes no lo merecen.
Mas por difícil que sea, he leído, en principio, y gracias a ello he llegado a algunas deducciones que me obligan a dar testimonio de gratitud y admiración a mis ancestros.
He leído después, y he pasado de enardecido a indignado por ver que estos cerebros, dignos de todo respeto, en lugar de seguir asegurando a sus lectores, a sus discípulos, en la admiración y honra que se debe a nuestro México de ayer y hoy, se tambalean en sus conceptos, haciendo que quienes iban afirmando o cimentando sus pasos en la historia, en la verdad de un pueblo ilustre, se sientan desorientados y acaben por tomar lo que se iba infiltrando como la verdad sabia, bien como una burla o inseguridad de quienes no tienen derecho de burlarse ni de estar inseguros, debido a su propia preparación, es que me atrevo a decir que mienten.
No me refiero al farandulero Ravanal, que de mal saltimbanqui ha resultado dizque poeta y últimamente peor sketchista de radio, no, quien al presentar el nueve de enero de 1952 por la radiodifusora xeq –sin explicarme cómo lo permitieron las autoridades de Comunicaciones–, la leyenda del águila, que tomando por los cabellos a aquel labrador que se ocupaba en sus menesteres, se remonta para llevarlo a la cueva donde el emperador Moctezuma es quemado en una pierna por el propio labrador, a la orden de una voz misteriosa que se revela como la de un dios desconocido, estúpidamente, sin conocimientos y fundado e inspirado sólo en el cuento de don Artemio de Valle Arizpe, de su libro Coro de sombras, capítulo I “Los presagios”, “El pobre labrador” –el caso es ganar dinero–, en su dicho sketch pinta a un emperador, a todo un Señor, de la manera más cruel que se pueda imaginar, sin saber que Moctezuma, si algo tuvo, fue un gran corazón y sentimiento profundo para acatar las órdenes que sus dioses dieran, por cualquier conducto y quien, al saber del mensaje que un dios enviaba, rubricado con la quemadura que su siervo le había hecho en la pierna, nunca lo habría mandado sacrificar considerando que aquel dios posteriormente podría tomar venganza, al contrario, habría buscado la forma de tenerlo grato para ponerlo en contacto con el que le había mandado hacer aquella quemadura; pero para qué seguir dando importancia a este gachupín, como dice Diego Rivera en el artículo a que he de referirme y quien dirigió al portugués Antonio Rodríguez.
¡Que ladren los perros!, nada importa, que la egregia figura del héroe, sus grandes hazañas, su tan discutido proceder se encuentra bien puesto en aquellos que sabemos, que el hombre, insignificante hormiga, no significa, no es nada ante el designio de los dioses; en la raza que nunca olvidará la plaga gachupina, que como maldición afectó un día y para siempre al Anáhuac; en los montes y montañas, en las grandes llanuras, en los orgullosos volcanes, en el cielo azul, en el agua cristalina de nuestros ríos, en la melancolía de los indígenas, en las procesiones a Tonantzin, en los areitos del pueblo, en el canto del ave, en el alba, en el ocaso, en el aire que respiramos. ¡Que ladren los perros, sí señor, que ladren!
No quiero referirme a este señor Rodríguez, dizque interpretando la grandeza heroica de nuestra mexicanidad y antepasados, reclama a Diego Rivera la verdad con que ha hablado en su última composición mural de Palacio Nacional, respecto a la figura del truhán extremeño, cosa que le debemos agradecer a don Antonio Rodríguez, pero yo, en su lugar, desconociendo hasta dónde el sentir del pueblo al cual pisoteó un canalla, un traidor, un carnicero y un maldito –adjetivos que seguirán por todos los siglos–, no me atrevería a opinar y menos, como él, sin que nadie se lo haya pedido. Se agradecen los elevados conceptos que tiene para Cuauhtémoc, nuestro joven abuelo, pero en verdad que, no obstante lo documentado, su decir no concuerda con el pensamiento del mexicano quien, si desgraciadamente ya no lleva en su cuerpo una sola gota de sangre azteca, no olvida –por más malinchistas que hayan nacido y sigan naciendo– la crueldad de aquellos que con asesinatos pagaron las atenciones y bondades con que fueron recibidos, por un corazón noble y en una tierra virgen.
Si en 1822 al grito de “¡Mueran los gachupines!” desaparece esa cosa que no es, estaría más tranquilo nuestro Moctezuma; su nombre no andaría profanado con esos conceptos que, por cierto, son sin la reflexión debida; mas el señor Alamán y el capellán Canales se obstinaron en esconder esa cosa y aquí estoy como él, en la imposibilidad de oponerme a un designio: con humilde criterio tratando de oponerlo al “elevado” de un Pereyra, de un Junco, de un Carreño, de un Toscano y hasta de un Amendolla.
El emperador Moctezuma no murió como lo pretende la mayoría
de los historiadores
Es de gran tristeza que haya mexicanos que piensen que Moctezuma murió en el olvido, en el abandono y entre la ofensa, sólo por lo que han oído o por lo que han visto y no han analizado. Qué tristeza que aún se ignore que hasta el último momento estuvieron con el grande emperador sus hijos Axayácatl y Tecuixpo, su esposa Teizalco, su hermano Cuitláhuac, Izcuautzin, Señor de Tlatelolco, y el fiel Apanécatl, su mayordomo que no se separó de su Señor hasta que vio que su cuerpo había sido consumido por el fuego que todo lo purifica, cosa que no sucedió con su detractor, con ese miserable a quien se le adjudica nuestra nacionalidad, nuestra evolución; es decir, con el Cortés quien murió con el mayor castigo que puede haber en la Tierra: en la penuria, en el olvido y despreciado por sus hechos; él sí acabó de esta manera, sin que hubiera quién lo alentara en sus últimos momentos. Ese que señoreó por la fuerza entre los suyos, entre los engañadores, en el floreciente y glorioso Anáhuac; ese que desconociendo la distancia –porque así convenía a sus intereses– se aposentó en la grande Acolhuacan para su desgracia y desaparición, a donde sus rufianes y componedores de trampas lo siguieron, cuando a su regreso de España, la reina, esposa de Carlos V, prohibió que se acercara a México so pena de la vida; se dice que durante esa época Acolhuacan o Texcoco adquirió mayor importancia que la Ciudad de México y si así fue, no sería por la estancia de Cortés, porque Texcoco siempre fue uno de los lugares principales de Tenochtitlan, pero aquel miserable, como sucedió en México, llevó a Texcoco su langosta y logró dejarlo como en la actualidad lo vemos; es decir, pobre y miserable. No es que hable de memoria, no debemos olvidar la importancia de este lugar, cuando el segundo de Cortés, o sea Pedro de Alvarado, se encargaba de cobrar o recaudar los impuestos en este lugar.
Quién había de decirle a Hernán Cortés que nunca más volvería a gozar del boato que principalmente se dio en Texcoco; quién había de decirle que su fin sería tan desgraciado.
El destino puso en la balanza a Moctezuma Xocoyotzin y a Hernán Cortés: el primero, hijo de la nobleza mexicana, nacido bajo el auspicio de la fatalidad y el influjo de la superstición; el segundo, hijo de un matrimonio común al que desde un principio, desde su más tierna infancia, proporcionó tropiezos y descalabros en lo más íntimo de sus sentimientos y creció con la idea y en la práctica de la maldad y la traición, hasta el punto de volver histérica a la madre y lograr en el padre el desaliento, el desencanto al proceder del hijo, contrario del todo a las aspiraciones que desde antes de su nacimiento se habían formado.
Diego Nicuesa, Gonzalo Guerrero, Gerónimo de Aguilar y Grijalva
Para juzgar a estos dos hombres, cosa en verdad difícil, y como un principio a nuestros fallos, debemos recordar a aquellos dos elementos que se quedaron en Yucatán cuando la expedición de Nicuesa, quien pensó que podía llenar de oro de los mexicanos su nave y el que consiguió, con su ambición, que los nativos lo mandaran con su bergantín en busca de su deseo, al lugar que sólo debió ser conocido por los que en el mar quedaron; entre otros de los que venían con Diego Nicuesa y a los que me refiero, son Gonzalo Guerrero y Gerónimo de Aguilar, este último posteriormente vendría a ser lengua o intérprete de Hernán Cortés, pues el primero de estos dos, Gonzalo Guerrero, elevado fue por los indígenas a la dignidad de calachoni, casado y con tres hijos, no quiso marchar con Grijalva, ya que manifestó su amplio contento entre aquella gente pacífica, ocupada sólo en el adelanto de su civilización. Si los mexicanos hubieran sido lo que de ellos dejaron escrito los españoles, ¿habrían vivido como vivieron durante aquellos años Gerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero? ¿Se habría encariñado, principalmente este último, hasta el grado de no aceptar la invitación que el propio Grijalva le hizo para que volviera a la “civilización”? Los pobres gachupines, por más que hicieron por desaparecer todo lo que hoy hablaría de la realidad de los nuestros, siempre dejaron algo, un punto, una huella imborrable que siempre será contradictoria a su maledicencia, de donde se desprende que, no obstante su “sapiencia”, preparación, suficiencia y civilización tan “adelantadas”, no obstante su astucia y especialización, no pudieron lograr el crimen perfecto.
El Cuauhtémoc de Salvador Toscano y la “cobardía” del noveno emperador azteca
Acaba de aparecer un libro de Salvador Toscano, Cuauhtémoc, que me da la oportunidad de tratar con respecto a la mal llamada “cobardía” de nuestro noveno emperador azteca, pues aun cuando el autor se vale de varias fuentes a las que hemos tenido que recurrir, quienes tratamos conforme a nuestro criterio de hacer la verdad, de separarla de toda esa mentira embrollada tan hábilmente que nos dejaron los “conquistadores” y continuada por sus panegiristas apasionados, en dicha obra se asoma, aunque de manera discreta, su simpatía hacia Moctezuma II reconociendo, en parte, lo que fue el emperador azteca.
Del prólogo de don Rafael Heliodoro Valle al Cuauhtémoc de Toscano
Don Rafael Heliodoro Valle, en el prólogo, bellamente dice de la facilidad con que Toscano manejaba la documentación de que se valió para hacer su libro; lo describe, repito, pero tristemente, en la página once dice: “Toscano reconocía en Cortés al primer estimador de la obra estética del indio, desde que llevó a España en su cargamento de preseas las joyas que pregonaban la sapiencia y exquisitez de los artífices mexicanos”.
Que me perdone el maestro Heliodoro Valle, pero esta opinión es una gran mentira; si Cortés hubiera sentido así, no habría destruido ni las obras ni a los artífices; ya en estos tiempos no deberíamos andar con tapaderas y menos un maestro de la capacidad de Heliodoro Valle. A él, a Cortés, lo que le interesaba de manera exclusiva era hacerse rico, sin importarle con qué, ni los medios.
Don Moisés Mendoza y su artículo “Choque de la objetividad
con la fantasía”
Husmeando por aquí y por allá, como uno de esos tantos locos –como se ha dado en llamarlos a quienes sintiendo nuestra mexicanidad y repudiando la mentira de que está plagada nuestra historia–, me encuentro con un artículo de la revista Todo, correspondiente al número 1027 del 14 de mayo de 1953, escrito por el señor Moisés Mendoza; en la parte relativa de este artículo “Choque de la objetividad con la fantasía”, dice:
Solamente por ese fenómeno que llamamos inercia de la historia falsificad, pudimos creer por mucho tiempo en los relatos de Bernal Díaz. En gran parte son responsables de esta actitud quienes no se han tomado el trabajo de investigar el pasado de México y creyeron, gratuitamente, la “verdad” oficial de los vencedores. Olvidaron ese viejo y elocuente apotegma que un oscuro vecino de Ixcateopan, don Florentino Juárez, nos recuerda patéticamente: “La historia no la escriben los vencidos, sino los vencedores”.
Bernal Díaz del Castillo, Cortés, Alvarado, Nuño de Guzmán, Pizarro, Zumárraga y compañia.
Yo pregunto: ¿Cómo se considera a Bernal Díaz del Castillo? Nuevamente tengo que comentar que si nuestros historiadores e investigadores mexicanistas han tenido que recurrir a fuentes, en su mayor parte ajenas a lo mexicano; es decir, han tenido que valerse de lo que dice un Gomara o un Bernal Díaz del Castillo, es debido a que la misma banda de forajidos, salteadores y rufianes a que pertenecían Cortés, Alvarado, Nuño de Guzmán, Pizarro, Zumárraga y compañía acabaron con todo lo que los nuestros escribieron, sabedores de que ellos sí decían la verdad, una verdad que destruyeron buscando la glorificación y justificación de sus hechos maléficos, sin considerar que nada ni nadie podrá ocultar jamás lo malo y menos lo bueno, la mentira y la verdad, pues ya el señor Mendoza dice en otra parte de su artículo: “véase, pues, de qué manera se va haciendo luz cuando se tiene la sana y desapasionada intención de espigar cuidadosamente aquí y allá en busca de la verdad”.
Mi empeño y mi esperanza
Pero… Señor Moctezuma, Señor de Señores, ¡qué podrá mi pobre pluma ante las encumbradas!, ¡mi humilde sentir, sencillo y sincero, ante la influencia de un interés personal!, ¡ante el pagado para el mal hablar de tu persona! Considero y entiendo, Señor, que mi decir ante los otros decires es como empeñarse en trazar una línea en el agua, mas también tengo a esperanza, ¡oh gran Moctezuma!, de un resumidero; tengo la esperanza de que el agua se consuma y he de seguir con tenacidad, trazando mi raya hasta mirarla grabada; esa es mi esperanza; ese es mi anhelo. Estoy seguro, Señor, de que aunque tarde, no México, no tu tierra, sino el mundo entero llegará a reconocer tus virtudes, tu buen y bien vivir, tu valentía, tu cordura, tu decencia, tu honorabilidad, tu rectitud, en síntesis, tu grandeza.
Moctezuma, el hombre de la verdad
Ya en algunos artículos he demostrado que no fuiste ningún cobarde; ya dije que de haberse hallado en ti la cobardía no habrías llegado a emperador y que, de haber llegado por un equívoco, si la cobardía se hubiese reflejado en ti después de tomar posesión de tu encargo, no te habrías sostenido en el poder por tantos años, ya que unidos los reinos o principados que formaban tu imperio, te habrían destronado de inmediato.
Lo que me hace escribir de esta manera
Quien de verdad se siente mexicano debería analizar tu proceder en tus últimos momentos; en tus últimos momentos digo, porque de ellos parten los falsos comentarios de la “cobardía” que se te atribuye; perdiste la vida, ya también lo dije antes, estoicamente, tratando de evitar un mayor derramamiento de sangre y la desaparición total de tu raza, cuando aquel truhán con su labia ya se había introducido en tu poder, escudado en el mexicano y adueñado del mismo, que si bien te había dejado un brazo con el cual lanzar el dardo, te había mutilado el otro con el que podrías sostener el escudo, esto es, si bien tenías o podías contar con los guerreros para tu defensa, de los alrededores y parte ya, en ese entonces, de los mismos del centro como Texcoco, Tlacopan y Tlatelolco, estaban en contra tuya, ganados por las mentirosas promesas del extremeño; mas tú, Moctezuma, no tuviste el “don” de la mentira y la maldad, y no las tuviste porque fuiste y seguirás siendo el hombre de la verdad; porque naciste en una tierra donde la verdad era ley; porque no naciste en un lugar de rapiña, ni te arrullaste en cuna de bandidaje y desvergüenza. En tu México se acostumbraba dar a cada quien y ser dueño cada quien de lo que correspondía, sin envidias y sin chanchullos, pues sin ser romano y con toda la “ignorancia” con que te encontraron los gachupines, era ya en tu legislación uno de los postulados del derecho romano, esto es, a cada quien se respetaba conforme a sus merecimientos. En tu México siempre hubo nobleza de sentimientos, de pensamientos, de proceder, de hechos, hasta que esos engañadores se presentaron, para tu desgracia y la nuestra. Debo advertir, como antes lo he hecho, que no es la necesidad gachupina, que por desgracia llevo en mí, la que me hace pensar, hablar y escribir de esta manera, de Cortés y sus cofrades; no, que aparte de mi desprecio hacia ellos, desde que constaté las terribles mentiras que nos enseñaban en nuestras escuelas, a través de lo que se ha escrito y he comprobado, se ha venido acendrando más y más ese desprecio hacia los de “la madre patria” con sus Alfonsos, Azañas y Francos, y mi más grande y rendida admiración por ti y por este grandioso pueblo que me dio la vida, así como por su Xólotl, su criminal Huitzilopochtli, su Ahuizotl, su Nezahualcóyotl, su Chimalpopoca, su Tetepanquetzaltzin, su Xicoténcatl el joven y tantos otros. Lo que me hace escribir de esta manera, ya lo he manifestado, es la tristeza que me da ver cómo se culimpinan ante lo español quienes recibiendo las más despreciables humillaciones, aún sienten esa grandeza que no se debe conceder, olvidándose de que en México nacieron, que fueron amamantados por una mexicana, que comen lo mexicano, que se han cultivado en México, que viven en México y que México los ha hecho lo que son.
Colón, una causa de nuestra desgracia
El mexicano no olvida, no pasa inadvertido nada ni a nadie que le favorezca, mientras que los españoles siempre son lo contrario y permítaseme aprovechar para recordar la hazaña del genovés, de Cristóbal Colón, de aquel loco al que debemos, en gran parte, nuestra desgracia, ya que se puede decir fue una causa para que el extremeño, Cortés y su plaga de malandrines, cayeran aquí; Cristóbal Colón fue una causa, ya sabemos de las otras, tales como que a “nuestro conquistador” lo perseguían en España por robador de honras, por escandaloso y alborotador, y en Cuba por embaucador, embustero y traidor; y Cristóbal Colón, ese hombre, ese loco que dio a España lo que España nunca soñó tener, en Sevilla, el 21 de mayo de 1506, moría solo y abandonado por todos, pues los reyes de España, después de haberse asegurado sus derechos a los descubrimientos del genovés, se olvidaron de él, ingratos y pérfidos, lo que no debe extrañar pues este es el sello de España y así son los españoles.
España, incubadora de truhanes y malandrines
No soy de quienes, por cuestiones que no vienen al caso, interpretan la etapa de la “conquista” como la del dominio brutal, despiadado y ambicioso de España; no, no soy de los que por cuestiones que sí vienen al caso, como la despiadada brutalidad y desmedida ambición de Cortés, por la que lo interpreto de la manera como lo hago, así como a Alvarado y compañía; a España como incubadora de truhanes y malandrines, y a mi gran México, cuna amorosa de lo indígena y autóctono, y es que no debe ser de otra manera, si a la ambición de los españoles se agrega el saqueo y la crueldad de cuatro siglos. Hay quien los defiende diciendo que las conquistas no se hacen dando solamente, sino también tomando, pero en este caso no digo más tomaron que dieron, sino que lo tomaron todo y nada dieron.
Don Adrián Recinos y su gran obra Pedro de Alvarado
El señor don Adrián Recinos, en su obra Pedro de Alvarado, conquistador de México y Guatemala, dice que cuando el pillo de Alvarado se apoderó en Cozumel de aquellos aborígenes y de cuarenta gallinas, así como de las joyas que había en el templo, Cortés, al tener conocimiento del hecho “reprendióle gravemente…” usando términos que cuando le convino olvidó, pues según Gómara, dice haber escuchado que al reprenderlo decía: “no se habían de apaciguar las tierras de aquella manera tomando a los naturales su hacienda”, y en la página 95 de la misma obra, cuando lo de Guatemala, como ya no tenía el freno de “su regañador”, sino que iba con manos libres, el señor Recinos, transcribiendo a Brasseur dice: “Los españoles se encaminaron a Cuzcatlán, donde Atlacatl en persona salió a recibirlos, saludó a Alvarado con el ceremonial de costumbre y lo condujo a su alojamiento, pues estaba provisto abundantemente de cuanto podía haber menester”. Pero por un acto de perfidia que no tiene paralelo más que en la historia de la conquista de estos bellos y desgraciados países, en el momento en que este príncipe iba a retirarse con su corte, Alvarado lo prendió junto con todos los señores de su séquito y los tuvo presos cerca de sí: “Siguiendo este ejemplo, los españoles y sus aliados, ‘incapaces de resistir a sus hábitos de bandoleros’, se repartieron al punto por la ciudad, saqueando las casas y capturando a todos los habitantes que pudieron haber a la mano para hacerlos sus esclavos”.
Una vez más, podemos apreciar el espíritu sincero de aquellos malvados; una vez más se repite la “hazaña” cometida con Moctezuma; sin considerar la paz, la honorabilidad, la amistad con que fueron recibidos, validos de su fuerza y con su traición innata se apoderan de la caballerosidad para marcarla con el sello de la esclavitud, ignorantes de una libertad que nunca han conocido en España, ambiciosos y dolientes de encontrarla en países que han querido hacer incivilizados o presentar como tales, ignorantes de la amistad.
Fray Bartolomé de las Casas y la crueldad de Alvarado
Fray Bartolomé de las Casas, mostrando la indisculpable crueldad de Alvarado con los indígenas, preferentemente en la transcripción que hace el señor Recinos en las páginas 206 y 207 de su obra:
[...] llevaba de la mar del norte a la del sur, ciento y treinta leguas, los indios cargados con anclas de tres y cuatro quintales que se les medían las unas dellas por las espaldas y lomos; y llevó de esta manera mucha artillería en los hombros de los tristes desnudos y yo vi muchos cargados de artillería por los caminos, angustiados. Descasaba y robaba los casados tomándoles las mujeres y las hijas, dábalas a los marineros y soldados por tenerlos para llevarlos en sus armadas. Henchía los navíos de indios donde todos perecían de sed y de hambre… Cuántos huérfanos hizo [...]
Agrega:
[...]cuántos robó de sus hijos, cuántos privó de sus mujeres, cuántas mujeres dejó sin maridos, de cuántos adulterios y estupros y violencias fue causa, cuántos privó de su libertad, cuántas angustias y calamidades padecieron muchas gentes por él, cuántas lágrimas hizo derramar, cuántos suspiros, cuántos gemidos, cuántas soledades en esta vida y de cuánta condenación eterna en la obra causó… Plegue a Dios que de él haya habido misericordia y se contente con tan mal fin como al cabo le dio.
Pues que, con todos los dolores que debe haber sufrido en su horrorosa agonía, no pagó el dolor, ni la miseria, ni la infamia que sus actos proporcionaron en este mundo.
Las “hazañas” de Cortés y Alvarado
El señor Recinos, juzgando con imparcialidad el carácter de los aventureros del siglo xvi, se vale del dístico de un español, de don Manuel José Quintana, quien no encontrando cómo justificar la actitud de sus paisanos, dijo:
Su atroz codicia, su inclemente saña,
culpa fueron del tiempo y no de España
Pero el señor Recinos en la página 209 de su obra tan citada, también dice:
El propio Cortés no está limpio de culpa. La matanza de Cholula, ordenada por él, fue tal vez una tragedia inevitable pero no ha recibido la sanción de la historia. Pedro de Alvarado quemó a los reyes del Quiché […] Cortés asesinó al emperador Moctezuma y ahorcó a nuestro último rey mexicano en las selvas de Yucatán, alegando haber descubierto una conspiración dirigida por el emperador destronado.
Ya sabemos que nuestro joven abuelo perdió así la vida a consecuencia del ‘gran cariño’ que por él sentía ‘el padre de nuestra nacionalidad’, el asesino más grande de todos los tiempos, el engañador sin igual.
El sublime emperador azteca, sin queja alguna, estoicamente trataba de dar descanso a la dolencia de sus pies quemados, rodeado de la nobleza que el extremeño alejó de la Gran Tenochtitlan para cometer otro de sus nefandos crímenes, riendo y recordando, tal vez, sus heroicas hazañas.
La “conspiración” en la expedición a las Hibueras y asesinato de la nobleza azteca
Ahí estaban con él el señor de Tlacopan Tetlepanquetzaltzin; el de Acolhuacan, Cohuanacotzin y su hermano Ixtlixóchitl; Temilitzin, el Tlacatecatl de México y otros entre los que se contaba Coxtemexi, que después fuera bautizado con el nombre de Cristóbal, a quien los españoles dejarían como a nuestro Moctezuma Xocoyotzin, con el baldón de “traidor” y “cobarde” por haber denunciado dizque la conspiración que los aztecas tramaban en la expedición de las Hibueras (Honduras) contra Cortés y los suyos; conspiración que sólo fue en el enfermo y demoniaco cerebro del malandrín para su incalificable proyecto, pues es mentira que si Cuauhtémoc y los suyos proyectaban alguna rebelión, la externasen y menos, como veremos, que Coxtemexi los delatara.
Fatigados de la expedición llegaron a Teotilac, lugar cercano a Acalan y ahí, mientras los españoles festejaban el carnaval, los aztecas guaseaban con el tema de su situación, a que los había traído el triunfo de los españoles, seguramente guasa que tendía no más que a distraer al emperador, a hacerle olvidar la terrible dolencia que padecería en sus pies, disputándose entre risas la tierra que iban a conquistar, es decir, las Hibueras.
Cohuanacotzin decía que la dicha tierra le pertenecería, considerando la nobleza de su estirpe, ya que era uno de los nietos de Nezahualcóyotzin, señor que había sido de Acolhuacan (Texcoco); Tetlepanquetzaltzin no encontraba justa la petición de Cohuanacotzin, pues siendo Tlacopan (Tacuba) el postrero en las reparticiones, en esta ocasión le correspondía la primacía.
Escondiendo el dolor entre la risa, iba con la guasa el valiente Cuauhtémoc, estando de acuerdo en que dicha tierra se le concediera a Cohuanacotzin, mas que no sería así porque ahora que los ayudaban los “hijos del sol”, “por lo mucho que a mí me quieren, será para mi corona real”.
—¡Ah, señores! –dijo Temilotzin–, cómo se burlan vuestras majestades sobre la gallina que lleva el codicioso lobo, y que no hay cazador que se la quite, o como pequeño el pollo que se lo arrebata el engañoso halcón cuando no está allí su pastor, por más que lo defiende la madre, como lo ha hecho mi señor Cuauhtémoc, que como buen padre defendió su patria; pero el imperio chichimeca careció de la paz concordia, que es buen pastor en los reinos, y nuestra soberbia y discordia nos entregaron a manos de estos extranjeros, para padecer.
Cuando así hablaba el Tlacatecatl, se presentó Cortés mirando la animación del emperador y los reyes y el desconsuelo de Temilotzin en sus palabras, pensó que era la oportunidad para su crimen. Por la “lengua” ordenó que se disolvieran y “no hablaran más de lo que hablaban”; se llevó a Coxtemexi y después de conocer lo que trataban los nobles en la reunión que sorprendiera, inventó la conspiración que como he dicho, fue sólo en su enloquecido cerebro.
Mandó traer al emperador Cuauhtémoc y habiéndole comunicado el castigo que impondría “por convenir así a la paz que buscaba para aquellas tierras”, una vez más la hombría del héroe azteca se mostró sobre la cobarde actitud del traidor hispano:
—¡Oh Malinche! Días había que yo tenía entendido e había conocido tus falsas palabras, que esta muerte me habías de dar, pues yo no me la di cuando te me entregaba en mi ciudad de México. ¿Por qué me matas sin justicia? ¡Dios te lo demande!
En otro que no hubiera sido Cortés, estas palabras habrían sido suficientes para que se arrepintiera, mas Cortés mandó que colgaran al emperador azteca y cuando el padre Olmedo trató de hacerle reconocer la injusticia que cometía, fueron las palabras del truhán: “vos, padre, cuidad de las cosas de la iglesia que yo de entender he con las del buen orden en la conquista”.
Mandó traer a Tetlepanquetzaltzin para asesinarlo igual que a Cuauthémoc y como éste, con toda hombría manifestó al extremeño que daba por bien empleada la muerte, por morir con su señor.
Así Cortés, el “conquistador de la Gran Tenochtitlan”, quien “tanto quería a los mexicanos”, fue colgando uno a uno a estos hombres, cuya heroicidad y grandeza se elevan hasta el cielo.
Esto ocurrió el 28 de febrero de 1525, hace 429 años, hoy que escribo esto, y así lo dejó escrito don Fernando de Alba Ixtlixóchitl, descendiente de aquel Ixtlixóchitl testigo presencial del hecho, para que nuestras nuevas generaciones desechen la creencia de la traición que los españoles imputaron a Coxtemexi, en el decir y asiento en sus escritos, que él había denunciado a sus señores de una conspiración que sólo fue inventada por Cortés, y para tener presente para eterna memoria la maldad, la felonía y la criminalidad de don Hernando.
Atahualpa y Moctezuma; la pusilanimidad y la cobardía
“Atahualpa fue ejecutado por Pizarro después de entregar todo el oro de los incas…”. En la página 232: “Pedro de Alvarado…, en México recibía lo que le daban, y lo que no le daban lo tomaba. Cortés reprochó el haberse apoderado de 600 cargas de cacao propiedad de Moctezuma, según dice Andrés de Tapia y repitió Herrera”.
Así procedieron los gachupines en las “conquistas” y por estos hechos ya hemos visto que existe quien quiera crearles pedestales, y yo estaría de acuerdo en ello si en los dichos pedestales se grabara el alcance de la traición de cada uno, la brutalidad y barbarie con que procedieron y aquí sí cabe la cobardía con que actuaron, a más de los crímenes que cometieron, pues así el pueblo, el verdadero pueblo, el mexicano de corazón, el relegado, quien debido al medio que los de arriba han creado, que no ha podido leer un Sahagún, un Clavijero, ni tan siquiera un Torres Quintero –no obstante el bajo precio de esta última obra−, porque su situación económica no se lo permite, porque en verdad y de cierto, aunque algunos de nuestros gobiernos se dizque han preocupado porque todo México pueda leer, para cuyo fin se han hecho algunas ediciones baratas, esto sólo ha sido en el centro, esto es, en la ciudad. Decía, con esa inscripción podría hacer un análisis y aquilatar el verdadero valor moral y heroicidad de esos rateros y la llamada “pusilanimidad” y “cobardía” de nuestro Moctezuma.
La finalidad de Cortés al asesinar a los sacerdotes y nobleza azteca
Pero no debemos desviarnos con estas consideraciones. Ya hemos visto que la única preocupación de los españoles fue destruir y enriquecerse. Toscano sigue diciendo en su obra: “en aquellos tres meses aciagos del verano de 1521 fue arrasada la ciudad de Tenochtitlan”; yo sigo diciendo que Cortés al matar no lo hacía con la intención de introducir nada bueno ni nuevo porque nada bueno tenía; que en cuanto a lo nuevo, he de admitir que en efecto nos trajo la saña, la envidia, la mugre y el odio; en fin, un espíritu de destrucción acrecentado por su armamento. Mataba al pueblo inocente para saciar su satisfacción personal, para impresionar a los que traía con él, a los que había logrado atraerse por medio del engaño; Cortés no tuvo en su cerebro degenerado ninguna otra idea que no fuera la de hacer el mal: matar y robar, robar y matar. Acabó con los sacerdotes aztecas, no tanto porque se opusieran a la implantación de la religión cristiana, sino porque sabía que en ellos radicaba la cultura de la Gran Tenochtitlan; mató a los sacerdotes porque supo que en ellos estaba, desde su entrada, la idea de exterminarlos si no eran los dioses que esperaban y en reciprocidad a los actos cometidos con posterioridad a su llegada a Cozumel, desde donde los aztecas empezaron a darse cuenta de que no eran los Teules, los enviados de Quetzalcóatl; tan corta fue la mollera del sifilítico que no llegó a pensar que si bien al terminar con la vida de los sacerdotes, con los hombres que constituían la educación y la ciencia de los mexicanos, acababa con su cultura, en las piedras, en esas figuras ante las que los nuestros se humillaban y en las que ellos encontraron feos y horrorosos demonios, por más que destruyeron y enterraron en los cimientos de sus iglesias y catedrales, escalones al cielo, según su decir, quedarían fragmentos, por lo menos, que a través del tiempo habrían de hablar de la “maldad” de los vencidos y de la “bondad” de los vencedores.
Una idolatría por otra. El tributo azteca y el diezmo español
Hernán Cortés, con su hipocresía y labia, logró captarse la voluntad de aquellos pueblos que bajo su dirección vinieron a destruir la ciudad y el poderío de su señor, porque él exigía un impuesto, un tributo; exigencia que los hacía estar en un continuo descontento. ¡Infelices! Su inocencia no permitió adivinar la perfidia del truhán que los llevaba al matadero. Moctezuma exigía un tributo, un impuesto para solventar las necesidades de su gobierno, sin embustes, sin mentiras; cuando los embajadores se presentaban, claro decían: no has enviado tu tributo a nuestro señor; pero nunca: no has enviado la parte que corresponde a Huitzilopochtli, a Texcatlipoca, a Coahtlicue; en cambio Cortés, al amparo de esa religiosidad que aquí ya se tenía, aunque distintamente en uno o en trescientos “demonios” feos, de tal fealdad que a los españoles se les antojó nombrarlos así, y no dioses, decía, al amparo de esa religiosidad implantó el robo y la desvergüenza; el diezmo, la limosna, el pordioserismo, el tributo clasificado, la miseria; es decir, lo que hizo fue reformar la idolatría de unas imágenes “feas” por otras a su gusto, sustituyendo la sinceridad y la decencia por la hipocresía, por la perversidad y el hurto, y aún así hay quien se atreva a disculpar a esos rufianes y no “conquistadores”, que sí los hubo, fueron los de casa, los mismos indígenas, y no estos que supieron sembrar el rencor y la discordia aprovechándose de la limpieza de sentimientos en Tenochtitlan, diciendo que: “al paso de la explotación de las riquezas naturales, los españoles fueron levantando aquí y allá ciudades definitivas, organizando la sociedad en pueblos y la estructura de lo que debía ser una nación; y con los españoles los religiosos que sembraron la fe y confianza hacia un dios lleno de bondad que no habían conocido los indígenas”.
He de repetir: parece mentira que esto lo diga uno de aquellos en quien México cifró la esperanza de su reivindicación; la esperanza de que llegara, en agradecimiento en cuanto le ha dado a más del ser y la fama, a hablar con la verdad, analizando la verdad, sintiendo la verdad.
Lo que era México a la llegada de los intrusos
¿No cuando los españoles llegaron, esta ya era una ciudad definitiva? Yo creo que sí, pues en ella habían sentado sus reales los reyes anteriores y no tres ni cuatro, sino que Moctezuma era ya el noveno y no con quince ni con veinte, sino con cientos de años.
En cuanto a las ciudades o poblaciones que posteriormente incrementaron, no las fundaron los españoles, sino que ellos ya las encontraron, aunque con poca población, que al paso de los años habría llegado al estado de fuerza e impotencia que después de cuatrocientos años se les concede.
¿La estructura? ¿No cuando llegaron los españoles encontraron fe y confianza en las imágenes que no fueron de su agrado, porque no tenían caras bonitas, porque las imágenes que los mexicanos tenían miraban con la realidad del mexicano?, pues aun cuando estos dioses o imágenes eran representados fieros, en su interior los indígenas los tenían por bellos. El padre de quien quiere disculpar la maldad manifiesta de los gachupines pudo ser cacarizo y le pudo faltar la nariz, un ojo, la lengua, ser corcovado y tener ocho dedos en cada mano, pero dentro de esa fealdad pudo tener una bondad ejemplar. Estoy seguro de que si alguien se hubiera acercado a decirle al hijo: “cambia a ése tu padre por este otro, tiene dos ojos, su nariz, su lengua, no es cacarizo ni corcovado y es todo bondad”, le rompe la crisma, dado que en su corazón, en su sentir seguiría pensando: “mi padre es feo pero es mi padre, y lo más bello que para mí existe”. Así vemos que cuando los españoles llegaron a México ya había ciudades definitivas, población, estructura y fe. No quisiera insistir en mis ejemplos, pero…, ¿cómo no hacerlo cuando se vuelve a decir que “México se formó, en toda la extensión de la palabra, durante esos tres siglos de dominación a veces bárbara y a menudo generosa”? Creo que ya no debemos ocuparnos de esto, pues hasta la saciedad ya conocemos de la generosidad de nuestros “conquistadores”.
Aun cuando ya hemos dicho de la influencia que obligó a Moctezuma a portarse con los españoles como lo hizo, lo repetiré cuantas veces se presente la oportunidad; ya hemos considerado que el emperador tenía razón para este comportamiento, puesto que sus antepasados, sus sacerdotes y el pueblo mismo sabían como él que estas tierras las tenían en préstamo y así lo dice Bernal Díaz del Castillo en las páginas 78 y 79 del tomo II de su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, interpretando las palabras de Moctezuma Xocoyotzin ante la presentación del extremeño: “muchos días ha que por nuestras escrituras tenemos de nuestros antepasados noticias que yo, ni todos los que en esta tierra habitamos, no somos naturales de ella, sino extranjeros y venidos a ella de partes muy extrañas; y tenemos asimismo que a estas partes trajo una generación un señor cuyos vasallos eran, el cual se volvió a su naturaleza y después tornó a vivir donde el mucho tiempo; … E siempre hemos tenido que los que de él descendiesen habían de venir a sojuzgar esta tierra y a nosotros, como a sus vasallos. E según de la parte que nos decís que venía que es a do sale el sol, y las cosas que decís de este gran señor o rey que acá os envió, creemos y tenemos por cierto el ser nuestro señor natural…”
Ya también sabemos que tanto así lo creyó, que al llegar Cortés le envió la indumentaria de Quetzalcóatl, así como los manjares que sabía ser del gusto de aquel dios. En fin, ya hemos analizado varias cosas, documentos y actos, y nos hemos valido de muchos ejemplos para conocer la personalidad de Moctezuma, sólo la necedad que no podrá entender, sencillamente porque es necedad y no puede permitir la razón, seguirá tomando como cobardía la heroicidad de Moctezuma.
Las reflexiones de Moctezuma II y comparación de armamentos
Moctezuma pensó mucho y su actitud fue sobradamente madura; claro que supo adelantadamente de cuanto habría de ocurrir con la entrada de aquellos forajidos; pero aun cuando tenía gente de la que podía disponer, insisto, gente no guerrera, en lo cual se encuentra en absoluta contradicción el señor Recinos en la página 132 de su obra Pedro de Alvarado, dice:
[...] poder y fuerza militar muy superior al poder de los invasores había en los vastos dominios del emperador; jefes, capitanes y soldados valientes se hallaban a su lado, capaces de combatir y vencer a los castellanos; ocasiones numerosas hubo para hacerlo y ninguna mejor que aquélla en que Cortés, en un rasgo de audacia que ponía pavor en los corazones de sus mismos soldados, llegó a encerrarse con ellos a la capital azteca donde estaban a merced de un pueblo altivo, acostumbrado a sacrificar a millares a los hombres extraños a su raza y religión.
¡No es verdad que Moctezuma se encontrara con tal séquito! Mas aceptando sin conceder, ¿qué podía esta fuerza material aun con sus armas y su valentía? Pregunto nuevamente: ¿qué valían las macanas, las lanzas, las flechas, las hondas y los pulidos pedernales y obsidianas contra los caballos, la pólvora, el cañón, el mosquete y la armadura de los intrusos? En unos cuantos renglones adelante veremos lo que a este respecto dice don Natalicio González.
Un ejemplo entre Moctezuma e Hiroito
Platicando con la profesora María del Carmen Velázquez, historiadora de capacidad reconocida y accesible, llegamos a un razonamiento que aplaudí sinceramente: “Hiroito, el emperador del Japón, entregó sus tierras, su poder y su persona al extranjero; ¿es por esto un cobarde?” Yo pienso: podrá ser un maldito, un malvado, como lo demostró con sus actos criminales y de traición en la última guerra, sí, pero ¿un cobarde? ¡No! cuando Hiroito se entregó, como Moctezuma, ya había analizado la imposibilidad de seguir luchando y, de igual manera que Moctezuma, pensó que nada podía su débil armamento contra el del extranjero unido a la poderosa fuerza de los aliados, que el maquiavélico extremeño supo hacer fuerte a sus de por sí menguadas huestes. ¿Cómo y para qué resistir a lo imposible? ¿Qué podía su poderosa armada contra la bomba atómica? Y para mayor comparación, y que valga, no tenemos más que visitar el salón de armas de nuestro museo, en donde objetivamente podremos cerciorarnos; y seguirnos con los ejemplos: ¿cuándo un acto bochornoso como aquellos que de Cortés cuentan sus mismos admiradores, llegó a tener Moctezuma? El bergante no tiene formada su vida más que de maldad y truhanería.
La religión y la iglesia, arma y cueva de Cortés
Tomando como refugio lo que aquí trajo para amparo también, de su maldad; esto es, la religión y la iglesia, pues a ésta la tomaba como su cueva, como su escondite, y de la religión siempre se valió para escudar sus horrorosas acciones; ya lo dice Natalicio González en su artículo “Trayectoria y misión de América” en la revista trimestral Cuadernos del Congreso de la Libertad de la Cultura de marzo-mayo de 1953:
La conquista fue el asalto, el robo, apoderamiento desalmado de la riqueza acumulada por los pueblos indígenas. Este asalto de un continente por bandas de magníficos forajidos, que ataban y saqueaban rezando a Jesucristo, revela en un momento único de la historia, el fondo de la ética europea, constituido por un ideal crematístico desaforado. Quien sepa ver y analizar, allí descubrirá el germen de las ulteriores tragedias de la civilización occidental.
El horror de Moctezuma
Moctezuma, según nuestros códices, quiso huir, horrorizado de imaginar lo que le iba a ocurrir a su pueblo, a la llegada de los teules, mas con toda cordura pensó que debía estar siempre con los suyos –aun cuando los suyos no siempre estuvieron con él− y valientemente retornó a su palacio, a su puesto, a hacer frente a la fatalidad que presentía. Cuánto lo admiró su pueblo por este rasgo y aun cuando sus consejeros lo inducían a que se salvara huyendo, no quiso desamparar a los suyos, a los que lo habían ungido con el poder y la enorme responsabilidad que interpretó en su cargo.
Cortés ante Carlos V
Cortés, despreciable por todos conceptos, huía porque su no menos despreciable proceder lo aconsejaba así; huyó de su patria señalado de maldoso; huyó de Cuba traicionando al gobernador, a su concuño, a su compadre, a su amigo, quien le había dado figura, fortuna y poder, y al cabo de los años, cuando creyó estar congraciado con los suyos, con España y el César, debe haberse arrepentido hasta su misma muerte de sus hechos, cuando creyendo que iba a ser recibido con halagos por quien, según sus palabras, le había dado “más honores y poder que en toda su vida jamás pudo concebir, lo desconoció dándole con la puerta de la carroza en las narices”.
“¿Quién sois y qué pretendéis? –preguntóle Carlos V– respondióle don Hernando con amargo, pero altivo acento −soy aquel que os ha dado más provincias que ciudades os legaron vuestros padres y abuelos. Y la real carroza, con su “real carga”, siguió su camino, dejando al conquistador con un palmo de narices y harto colérico por la humillación recibida”. “Desde entonces la desgracia persiguió al infortunado don Hernando, y viejo y achacoso retornó a la corte, llamando una y mil veces a las reales puertas, clamando justicia o que, al menos, se le reembolsasen los trescientos mil escudos que había gastado en su expedición a California, pero todo fue en vano; aquéllas permanecieron cerradas para él, y después de cruenta lucha y penoso calvario, fue a morir contristado y sumido en completo abandono, en el pueblo de Castilleja de la Cuesta, en Sevilla, el día 2 de diciembre de 1547, cuando contaba 63 años de edad”. (Lauro E. Rosell, Leyendas y sucedidos del México colonial). A esto dio lugar su ambición por la gloria, la riqueza, así como su afición a las aventuras galantes, en las que era especialista.
El mismo emperador, Carlos V, que había sido beneficiado con los atracos de Cortés, sintió repulsión hacia él cuando lo tuvo en su presencia y es bien sabido porque así lo dice la historia, Carlos V premió a Cortés en cuanto a su actitud bélica, mas no por su proceder humanitario. Si así sintió Carlos V de Hernán Cortés, ¿qué no sentiría el pueblo y más aquellos que esperaban del extremeño algo que señalara a su tierra de origen, desde luego, no con el baldón que dejó para siempre y por los siglos de los siglos? Si esto sintió un español, ¿qué no sentiría, cómo no odiaría a Cortés nuestra Tenochtitlan, esa tierra a la que Miguel de Cervantes Saavedra, al referirse a las Indias, nombró como refugio y amparo de los desesperados de España; iglesia de los alzados; salvoconducto de los homicidas; pala y cubierta de los jugadores; añagaza general de mujeres libres y engaño común de muchos y remedio de pocos?
¡Descanse en paz! Aunque lo dudo, ya que sus hechos deben haberlo llevado a un círculo del infierno que se creara para él sólo, donde dados dizque sus atributos de “conquistador” debe haber encontrado algo que le diera lo que México, nuestro desangrado México nunca le dio ni le dará; es decir, una gloria bien habida.
En este pasaje una vez más comprobamos cómo era España con sus héroes; los reyes católicos olvidaron la grande y arriesgada hazaña de Cristóbal Colón. ¿No habría de olvidar Carlos V a la sanguinaria de Hernán Cortés?
Bernal Díaz del Castillo y la especialidad de sus retratos
Entre las figuras que venimos tratando en este ensayo se hace necesario ocuparnos, entre nuestros cronistas, de Bernal Díaz del Castillo. Es lástima que cuando encontramos a un hombre al que llegamos a considerar honrado entre aquellos bergantes, cuando creímos que entre todos ellos, por lo menos había venido uno, que si obligado para su capitán y los suyos tenía que matar para no ser muerto, sus faltas y culpas eran menos al dejarnos por escrito la verdad de cuanto había ocurrido en la expedición a la Gran Tenochtitlan en la que había tomado parte, tengamos ahora el desencanto de descubrir que si no tan falso, ahí va con aquél a quien en su historia nombra un mentiroso, al Gomara. Bernal Díaz del Castillo, con esa sencillez que supo depositar en sus letras, llegó a hacerse querer. Haciéndonos sentir la mexicanidad, se dispensaron sus faltas, cuando al pasar nuestros ojos por su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, observamos con qué acomodo y respeto hablaba no sólo de los suyos sino de los nuestros. Como otros, yo tuve mis dudas al respecto de las verdades de este español; leí una y otra vez su Historia verdadera de la conquista, y aquellos pasajes que encontraba ambiguos o dudosos los pasaba desapercibidos al considerar que su obra –porque sea lo que sea, no deja de ser una obra− la había compuesto, como sabemos, a una edad avanzada y casi falto de vista, pero…, con su edad avanzada y su vista falta tuvo memoria para hilvanar los hechos acaecidos en Culúa. ¿Cómo se explica que no se acuerde de cómo eran en su figura, en su físico, aquéllos con quienes trató tan de cerca? Cuando nos habla del emperador Moctezuma nos dice: “era de alegre rostro…, y su mirada mostraba amor y gravedad, según las circunstancias”; cuando de Cortés: “era de buenas proporciones y rostro ceñudo, pero de mirada a la vez grave y amorosa…”; cuando del gran Tlacatecatl Cuauhtemotzin, también dice que era de buen cuerpo y de rostro ceñudo, pero de mirada a la vez grave y amorosa; y cuando del forajido Alvarado, lo hace de igual manera. ¿Su afecto lo hacía mirarlos a todos “de buenas proporciones, de rostro ceñudo y de mirada grave y amorosa?, ¿o es que dichas figuras se perdieron en su memoria por lo avanzado de su edad? No lo creo, por la descripción que hace de tantas personas que menciona en su obra. Otra de las cosas que mira por encima en su veraz narración y que no debió olvidar nunca es cómo acaecieron los hechos y la fecha en que Cortés asesinó al último emperador azteca; dice que tuvo gran lástima, que hasta ahí. ¿Acaso porque a su capitán no se le antojó que lo recordara tal cual?, ¿o porque él intervino directamente en aquella injusticia y el remordimiento que posteriormente sintiera lo hizo evitar la descripción exacta de aquel pasaje? ¡Quién sabe! El caso es que Bernal Díaz del Castillo, el viejecito que sabrosamente nos hizo pasar las tardes en que lo leímos, el que nos hizo ponerlo como ejemplo entre toda aquella manada de gachupines, al que llegamos a tomar como la veracidad de aquella época citándolo en nuestros escritos y comparaciones, comienza a fallarnos; si su olvido fue premeditado o su actitud como la de los otros, Bernal Díaz del Castillo debió recordar que la verdad no se mata; que la verdad no se ahoga; que la verdad, por más que se hunda, por más que se entierre, por más que se esconda, cuando menos se piensa brota, aparece. ¡Qué lástima!
Toscano y su obra póstuma
Salvador Toscano, quien como sabemos, a su muerte había alcanzado ya una merecida distinción como historiador, y entre ellos, en su obra póstuma Cuauhtémoc, al hablar de Cortés en aquel pasaje en el que encarcela al funcionario que enviara Narváez para despojarlo del mando, al no exhibir las cartas de Carlos V que lo acreditaran como funcionario real, haciéndole cargos de usurpador de funciones, como si de verdad hubiera sido el elegido para venir a la Gran Tenochtitlan y olvidando la repulsiva jugarreta que le hizo al gobernador de Cuba, dice: “Éste fue el hombre que el destino habrá de enfrentar al poderoso mundo mexicano, tradicionalmente acobardado por sus mitos”. ¿En qué quedamos? Según Toscano ya no es sólo “Moctezuma el cobarde”, pues ahora resulta ser el “poderoso mundo mexicano”.
No puedo, no debo admitir tal concepto, como no lo aceptará quien haga un sencillo pero sincero análisis de aquella situación.
Los 508 soldados de Cortés y quienes tomaron Tenochtitlan
La mayoría de los historiadores, como una verdadera proeza, como una singularidad de Cortés que con 508 soldados y su marinería, 16 caballos y yeguas, 32 ballesteros y 13 escopeteros, se apoderara de la ciudad y ya se ha dicho hasta lo indecible, que no fueron estos hombres los que tomaron gran Tenochtitlan, sino los mismos mexicanos. Mentira que los españoles dominaron por sí solos, no nos hagamos tontos, que a la vista salta la novedad o novedades que causó el triunfo.
Los adelantos mexicanos ante los europeos, a la incursión
A más de los miles de indígenas, una de las razones fundamentales del triunfo, por su caballería, por sus cañones y mosquetones que nunca podrán compararse equitativamente con el armamento con que contaba Tenochtitlan para su defensa, como era la honda, la macana, la flecha, el pedernal y puntas de madera endurecidas a fuego, y si a alguien se le quiere conceder el triunfo, dejando fuera lo anterior, no se debe sino a los zempoaltecas y tlaxcaltecas, a la traidora Malinalli o Marina, y a Gerónimo de Aguilar, este último que en compañía de Gonzalo Guerrero, quien no quiso abandonar a los indígenas no obstante la instancia de sus paisanos, permaneció durante ocho años entre los mayas, entre aquellos “ignorantes” como dice Natalicio González en su artículo mencionado, tenían por encima de los adelantos europeos la botánica médica y agrícola, las matemáticas que elaboraron las culturas de Mesoamérica y el calendario de extraordinaria precisión que inventaron sin que tuvieran rival en ningún otro continente, pues los mayas usaron un sistema de numeración escrita superior a la romana; asimismo dice que Sylvanus G. Morley hace notar que “concibieron un sistema de numeración basado en la posición de los valores, que implica la concepción y el uso de la cantidad matemática cero, un portentoso adelanto de orden abstracto. Desarrollaron un sistema aritmético de posiciones, adoptando la base veinte como unidad de progresión en lugar de la base diez, es decir, un sistema vigesimal en lugar de decimal, por lo menos mil años antes de que fuera inventado por los indostanos en el Antiguo Mundo, y cerca de dos mil años antes de que el sistema de posiciones en matemática fuera de uso general entre nuestros antepasados en la Europa Occidental”. Sigue diciendo Morley de “nuestros ignorantes”: “En arquitectura, el estilo indígena de razas superpuestas ha tenido un renacimiento contemporáneo en los rascacielos de Nueva York. Como matemáticos, los mayas elevaron las abstracciones y el cálculo a un grado de perfección insuperable, y crearon una especie de pitagorismo que trascendió a su religión y a su vida toda. Eran sabios y no guerreros; nos han legado una historia del progreso de los conocimientos científicos, morales y religiosos sin mención de guerreros ni conquistadores…”, pero loco debe estar don Natalicio González, loco debe haber estado don Sylvanus G. Morley cuando escribieron estos “desatinos”, pues ya sabemos que toda la cultura, que todo el adelanto que México ha tenido, no se debe sino a “nuestros conquistadores”, es decir, a esa bola de gachupines compuesta de hampones; tal parece que los nuestros, los mexicanos actuales, los representativos de la cultura, en un siglo tan adelantado como el que vivimos, se hayan empeñado y se empeñen en que el México y los mexicanos de aquellos tiempos han de aparecer con el estigma de la ignorancia, de la barbarie, de la pusilanimidad, del fanatismo, de la debilidad mental y de la cobardía. ¿Es este un complejo? ¿Por qué esa inferioridad con que nos presentamos a los ojos del mundo? ¿Será necesario que los extranjeros sean quienes nos sigan colocando en el lugar en que nosotros no podemos o no queremos? Adrián Recinos en su obra Pedro de Alvarado, conquistador de México y Guatemala, en las páginas 72 y 73, valiéndose de otro historiador extranjero, dice: “las grandes masas de indios equipadas con armas inferiores tenían lógicamente que sucumbir en batallas campales como las que se libraron en los extensos llanos de El Pinar y de Urbina”. Como observa el historiador norteamericano Prescott en su History of the Conquest of Mexico, l ibro iii, capítulo iii:
El simple valor físico y el número de los combatientes indígenas no era bastante para contrarrestar la superioridad de la ciencia y la disciplina europeas. Agréguese a esto el largo alcance de las armas de fuego y el efecto material y moral de la caballería, y se comprenderá por qué un ejército numéricamente inferior como el de los castellanos podía vencer uno en pos de otros a los ejércitos de los indios, diez y veinte veces más poderosos. La calidad del soldado indígena era excelente. En Guatemala, como en el resto de América, no era valor lo que les faltaba a los guerreros indios: poseían además resistencia física y amor a su patria y a sus jefes; su inferioridad dependía más bien de un atraso de siglos en el arte de la destrucción de las masas humanas.
Mas esto lo dice Prescott, un extranjero que en la parte relativa de su obra, así como otros de los cronistas de cuyos datos nos hemos valido para documentarnos, también habla de la anexión de los indígenas, que por estar en rebeldía con Moctezuma se pasaron a Cortés en cantidades tales que vinieron a formar los poderosos ejércitos que causaron la caída de la Gran Tenochtitlan.
La Virgen de los Remedios y Santiago Apóstol en “la noche triste”
Si lo que queremos es que otros digan lo que nosotros debiéramos, si esto es lo que pretendemos, ¿para qué seguir escribiendo? ¿Para qué nos hemos de seguir ocupando de nada? Dejemos quieto nuestro pensamiento u ocupémoslo en cuentecitos fantasiosos, en novelitas ramplonas, en “chamacos” y paquines o en otros chismes y no demos mayor oportunidad para que el extranjero nos siga considerando unos indolentes, y si nuestros ímpetus hacia la conquista son tales que no podamos contenerlos, pues ocupémonos en justificar, aprobar, confirmar que en las peleas que sostuvieron los mexicanos contra los mexicanos asustados por los fulleros, intervinieron Santiago Apóstol en su caballo blanco y con reluciente alfanje en la mano, ayudando al enemigo, cercenando cabezas de indígenas infieles, así como que la Santísima Virgen de los Remedios, revuelta entre unos y otros, ayudaba a los teules y a los indígenas que se habían puesto de su parte, tirando puñados de tierra a los ojos de quienes defendían la Tenochtitlan, y como nos dice el señor Recinos en la página 66 de su obra, cuando Palahunox, aquel capitán del pueblo de Ahxepah quiso sorprender a media noche a Pedro de Alvarado:
[...] no pudo hacerlo porque a él y a los suyos los defendía una niña blanca y muy hermosa. Un ejemplo de pájaros sin pies (“como los querubes celestes”) rodeaban a la niña y la defendían, privando de la vista a los indios, que caían al suelo sin poder acercarse a los españoles. Otros dos capitanes llegaron con el mismo propósito y vieron una paloma blanca que defendía el campamento español cerrando el paso y postrando en tierra a los asaltantes.
Me imagino que esta paloma debe haber sido el Espíritu Santo, que descendió sobre Pedro de Alvarado para ungirlo de su santidad; estoy seguro de que estas patrañas nos darán mayor éxito que todo aquello que se escribe con la intención y con el único propósito de seguir denigrando el recuerdo sublime de nuestros antepasados y principalmente el que merece el “cobarde Moctezuma”; pero antes de que se me pase, nuevamente hemos de ver otra de las “maravillas” que acontecieron a don Hernando: se trata de la aparición del señor Santiago en La noche triste.
Recordaremos, lector, que entre los historiadores, el “veraz” Bernal Díaz del Castillo, aun cuando dice no haberlo visto, no deja de narrarnos que en Otoncapulco, lugar cercano al santuario donde en la noche cuando de México huían los españoles, La noche triste, se vio a la Virgen de los Remedios, apurada por cierto, quien arrojaba puñados de tierra a los ojos de los indígenas, y a su lado el Señor Santiago cabalgando en su blanco corcel, tirando tajos con su espada y haciendo grandes matanzas entre los indios, −no debemos olvidar que tanto la virgen como Santiago ayudaban a los españoles, a los poderosos, a los que todo lo tenían e iban en contra de los débiles, de los indios, de los que todo lo necesitaban, de donde se deduce que, si bien es cierto que la virgen y santos siempre se aparecen a los humildes (Juan Diego, Bernardeta, Ce cuautli o sea un águila, o Juan Tovar, que los tres nombres correspondieron a este indio), a quienes ayudan siempre es a los pudientes, ya se llamen Cortés o Alvarado; pero decía, nos cuentan que esa noche de gloria para el mexicano y de vergüenza para los españoles fue cuando la Virgen de los Remedios –que ahora es tan venerada y tan dentro del ánimo del mexicano− y el señor Santiago se pusieron de parte de la armadura de hierro, la lombarda, la pólvora, la espada, la caballería, el mosquete, la lanza y la pica, la maldad toda porque seguramente comprendieron que todo esto resultaría impotente ante quienes se equipaban con el quequetzalli, con el chimalli o escudo de algodón, la flecha, el pedernal y la piedra. Mas aun cuando así haya sido, ved qué coincidencia: el señor ingeniero don Jesús Amaya, en su interesantísima obra La madre de Dios, en el capítulo XII, “El cristianismo en España”, dice:
A don Ramiro, sucesor de Alfonso el Casto, correspondió consagrar a Santiago como dios español de la guerra. En una batalla sufrieron los españoles pérdidas espantosas y los supervivientes, destrozados, se hallaban sin aliento. Quedándose adormecido el conde o rey don Ramiro, se apareció el apóstol dándole valor y asegurándole que ganaría la batalla del día siguiente; despertó alborozado y reuniendo a todos los grandes, participó su alegría, levantando el corazón de todos. Al dar la famosa batalla de Clavijo entraron los hispanos con gran decisión, invocando a Sant-Iago; en lo más recio de la pelea se vio el santo “en un caballo blanco y con una bandera blanca en medio della una cruz roja”. El terror de los moros, y su derrota, fueron completos: sesenta mil quedaron en el campo. Corría el año de 844.
Esto, como dice el ingeniero Amaya, sucedió en la batalla de Clavijo en el año de 844, y ¿no parece curioso que la presencia de Santiago se repitiera, ya no con bandera sino con espada, en la huida de los españoles la noche triste, después de 600 años? Reflexionando, creo que no debe llamar la atención este hecho, pues los milagros se repiten, y máxime cuando don Hernán Cortés fue tan cristiano, tan limpio de conciencia, tan casto, aunque también se puede pensar que así como quiso imitar a Agatocles en lo de los barcos, a Constantino en lo del estandarte y a lo que hicieron al Cid Campeador, como ya lo veremos, al sacar a Moctezuma a la azotea del palacio de Axayácatl para que hablara a su pueblo, esta vez ¿por qué no habría de imitar a don Ramiro?
Siguiendo mi intención, aunque vana, con deseo de que se aquilate la “bondad” del “conquistador” de Tenochtitlan, su “buen corazón”, sus “ejemplares principios” y su “grande amor” hacia sus “hermanos” los mexicanos, volveré a decir, aun cuando ya lo han hecho verdaderas potencias en nuestra historia, de las proezas de aquellos forajidos que no solamente en la Tenochtitlan dejaron, pues que sus crueldades cometidas hacen pensar que todos hubieran sido como vaciados en un molde o engendrados por una misma pareja satánica, a reserva de hablar de otro ejemplar, Nuño de Guzmán, a quien en crueldad no aventajó a Cortés. Continuemos con este último y con Alvarado, figuras que sobresalen en todo lo que de la historia de nuestra Gran Tenochtitlan se ha escrito.
El trueque de Cortés con los indígenas
Uno de los primeros trueques que el extremeño hiciera con los mexicanos cuando le llevaron el presente de su señor, fue el de mandarlos amarrar y hacer que se disparase el cañón más fuerte que tenían, dando como resultado que los infelices, aquellos que jamás habían escuchado estruendo tal, producido por la mano del hombre, se desmayaran y cuando pudieron hablar con su emperador y decirle de los teules: “puro fierro forma su traje de guerra, con hierro se visten, con hierro cubren su cabeza, de hierro consta su espada, de hierro su casco, de hierro su escudo, de hierro su lanza. Y sus siervos (caballos) los llevan sobre los lomos”. “Tenía gran miedo” (Cuauhtémoc, Salvador Toscano, página 80).
El miedo de Moctezuma Xocoyotzin
¿Quién no habría sentido miedo ante tal noticia? Como podemos darnos cuenta, sigue diciendo Toscano: “Y pronto Moctezuma recibió la infausta nueva: ellos venían. Los dioses habían iniciado su marcha al interior del país, “su marcha hacia aquí”; y si Moctezuma se desesperaba, la gente toda “recelaba, tenía miedo, se encontraba empavorecida. Reinaba desesperación…, acariciaban las cabezas de los niños pequeños y los padres decían: “desgracia, mis niños, ¿cómo podréis soportar esto, lo que ha venido encima de nosotros, lo que ahora se prepara?”
Un cuadro vívido de angustia no puede ser descrito con mejores palabras que éstas. La ciudad supo que los blancos marchaban guiados por una india y supo que inquirían insistentemente por el monarca mexicano. Fue cuando Moctezuma quiso escapar a la región de los muertos, a la caverna de las sombras…, buscaba el camino de Mictlán, el lugar sombrío de los muertos… Al final, su “roto corazón” acabó por resignarse, resolvió esperar. ¡Qué bella decisión del ‘cobarde’!.
Así, amable lector, si hemos de considerar aún a Moctezuma como el “cobarde” después de las exposiciones hechas, creo que debemos considerar cobarde a todo su pueblo, a sus habitantes, a sus generales, a sus sacerdotes, pues si llegaron a cerciorarse de que su emperador no obraba conforme a lo que debía, debieron prever lo necesario y levantarse contra los intrusos, sin esperar a que su señor fuera hecho prisionero y humillado. Mas, ¿cómo nos atreveremos a juzgar de cobardes a estos generales, a los sacerdotes, si estaban a lo que el emperador decía, y cómo hemos de considerar cobarde a Moctezuma por seguir respetuoso y disciplinado los augurios que sus sacerdotes formaban después de consultar el libro de la vida? ¿Cómo hemos de adoptar este término hacia el gran emperador por querer evitar la destrucción de su pueblo, cuyo gobierno le había sido encomendado por sus antepasados, por su propio pueblo temporalmente? ¿Y cómo culpar a quienes vivían por lo que les marcaba el Tlilamatl? No impongo mi sentir, allá ustedes si en su mente, si en su conciencia de mexicanos, la insigne figura de este gran hombre ante momento tan nefasto, se sigue opacando con el baldón de cuatro siglos, haciendo refulgir más y más la del despreciable extremeño; pero eso sí, el respeto y reverencia que la gran Tenochtitlan le daba a Moctezuma, siempre estará sobre todo y nunca olvidaremos entre otros de sus actos, aquél cuando Cortés pregunta al cacique de Zautla si su cacicazgo se encontraba sujeto a Moctezuma, recibiendo como respuesta estas bellas palabras: “Pues, ¿quién hay que no sea vasallo o esclavo de Moctezuma?” Si como lo he propuesto en páginas anteriores, reflexionamos y analizamos sinceramente, encontraremos el fondo de esta expresión.
Los Xicoténcatl
No como justificación, mas sí como ratificación a mi exposición, remito al lector ya no a diversas fuentes como el Gómara (fuente de la mayor mentira, quien formó su historia al dictado de su protector) Bernal Díaz del Castillo, Sahagún, ni a los citados anteriormente en este trabajo, pues es suficiente con leer a Toscano en las páginas 90 a 92 de su Cuauhtémoc para comprobar que, de no haber sido por los mexicanos, los españoles jamás habrían logrado poder en la gran Tenochtitlan:
[...] los soldados a caballo desarticulaban y herían las avanzadas enemigas, abrían la brecha necesaria para que las infanterías y los aliados indígenas remataran la derrota. Cortés, victorioso, avanzó hasta el corazón de Tlaxcala: en las cercanías de la ciudad levantó su real…, finalmente, los tlaxcaltecas decidieron atacar de noche: la razón, no aclarada por Cortés pero explicable, era que si aquellos hombres del Oriente eran hijos del sol, sólo a la sombra de la noche y amparados por la luna podrían conseguir victoria. Los totonacas de Cempoala; sin embargo, pudieron informar a los españoles y denunciar –con la característica falta de perspectiva política de los indígenas− a una cincuentena de espías tlaxcaltecas quienes, a título de llevar alimentos a los blancos, tomaban nota de las posiciones, Cortés ordenó un castigo excesivamente riguroso, mutiló las manos de todos ellos y se aprestó para combatirlos en la noche. Nuevamente volvió a serle propicia la fortuna y pudo iniciar una serie de incursiones nocturnas en los poblados tlaxcaltecas. Finalmente, Cortés recibió una visita extraordinaria: la de Xicoténcatl, capitán general de los cuatro barrios de Tlaxcala, quien se iba a entregar al dominio de España.
Permítaseme la discrepancia con Toscano así como la fuente de que se valió para este dato, pues si Xicoténcatl el viejo, uno de los cuatro que formaban el poder de Tlaxcala, estuvo por la alianza con los españoles, el capitán general de los ejércitos tlaxcaltecas, Xicoténcatl el joven siempre se opuso a ellos, como veremos. Hago esta aclaración considerando injusto dejar asentada la confusión que no aclara Toscano, en el sentido de que el capitán general de los ejércitos tlaxcaltecas era Xicoténcatl el joven; de no hacerlo así, al leer estos apuntes se podría creer, y con justa razón, que no supe lo que escribí y se me consideraría sólo un copión; por esto, después de lo que he leído, aclaro que el valiente y arrojado joven guerrero jamás estuvo de parte de los teules, pues el mismo Toscano dice:
[...] en efecto, el consejo de la tribu encabezado por el señor o tecuhtli, el anciano Maxiscatzin, había decidido demandar la paz. Una voz; sin embargo, se elevó en el consejo de la tribu para protestar por aquella paz, Xicoténcatl el Mozo, capitán general de los ejércitos tlaxcaltecas, quien –dice Bernal Díaz− mostró su cólera y declaró que no estaban para paces, que ya habían muerto muchos teules, y la yegua, que él quería dar otra noche sobre nosotros y acabarnos de vencer y matar”.
Malinalli o el balero de los hispanos
Sigue diciendo Bernal: “era Xicoténcatl alto de cuerpo y de grande espalda, bien hecho y la cara tenía larga e hoyosa e robusta; y era de hasta 35 años, y en el parecer mostraba su persona gravedad”. Aun cuando me he extralimitado en la transcripción hasta indicar la figura de Xicoténcatl –pintura especializada de Bernal Díaz−, vuelvo a mi narración para insistir en que ya no debemos pensar que los gachupines lograron sus propósitos por ellos mismos, mas sí que los mexicanos lograron el propósito de los gachupines, entregándoles la gran Tenochtitlan, aun cuando después tuvieron que llorar y arrepentirse de su traición a Moctezuma; inclusive Malinalli o doña Marina, después de haber andado como balero entre Cortés, Puerto Carrero –que ya viejo vino a ser yerno de Pedro de Alvarado, quien lo casó con su hija doña Leonor− y Juan Jaramillo, con quien la dicha Malinalli se casó en Ostoticpac (Orizaba), cuando Cortés ya no la quiso y no le convino que siguiera con Puerto Carrero, cuánto debió llorar su equivocado proceder, el equívoco de su amor y el haberse puesto, en todo y por todo, de parte del “padre de nuestra nacionalidad”. Permítaseme una transcripción más de la parte relativa del capítulo xii, “La marcha sobre México”, de las páginas 94-96 del Cuauhtémoc de Toscano: “Acompañado de diez mil mercenarios tlaxcaltecas que Cortés cuidó de estacionar en las cercanías de Cholula, por solicitud de los cholultecas, que no querían ver hollado su recinto por sus tradicionales enemigos, entraron los españoles solemnemente en la ciudad, recibidos por mágicos cantares y música de trompetas y tambores, cubiertos de rosas arrojadas desde las azoteas, mientras los sacerdotes, ataviados de albeantes túnicas, les incensaban con sus braseros olorosos a copal.
Pocos días después los patios y la pirámide del lugar se habían de teñir de la primera sangre indígena derramada por los españoles en el imperio de Moctezuma. Es un punto probablemente imposible de discernir en cuanto a la verdad histórica, si Cortés y los suyos consumaron aquella matanza movidos por un temor fundado o si una madeja de suspicacias, fomentadas por los tlaxcaltecas y por la propia doña Marina, originaron aquel cruel y cobarde asesinato en masa. Algunos actos hostiles y haber aflojado en el servicio de bastimentos colmaron la denuncia de una anciana cholulteca ante la Malinche; en las noches que se avecinaban se planeaba una sublevación aconsejada por Moctezuma para dar fin al grupo de Cortés, pero ella (doña Marina) podría salvarse huyendo y casándose con el hijo de la anciana. Hasta aquí la sórdida denuncia de doña Marina. Cortés ordenó terminantemente al señor de Cholula, a la nobleza y al sacerdocio de la ciudad que se reunieran en el patio del templo; ahí habló, culpó de traición a los cholultecas y les arrojó en cara sus fines siniestros. Mientras la Malinche interpretaba las palabras dramáticas del teul, Cortés concluyó sus iracundas palabras ordenando un disparo de escopeta, la señal convenida con los suyos para iniciar la matanza. Durante cinco horas los españoles y sus aliados indios, que a poco se presentaron, hicieron y persiguieron con saña a las gentes de Cholula…, en sólo dos horas dieron muerte a más de seis mil cholultecas…, quemaron los templos y las casas, quedaron los españoles tintos en sangre hasta no pisar sino cadáveres; el ídolo de Quetzalcóatl rodó quebrado por las escalinatas del templo, y la ciudad entera fue entregada al saqueo”. He aquí la valentía, el amor hacia los mexicanos y una de las “grandes hazañas” que glorifica la memoria del audaz aventurero. He aquí uno de los crímenes de Hernán Cortés.
Toscano y la “pusilanimidad” y “cobardía” del emperador
Toscano, el mismo Toscano que apegándose a lo que otros cronistas han dejado escrito, en las páginas 108 y 110 de su Cuauhtémoc desvirtúa su mexicanidad en parte, pues adivinando a Moctezuma un gran señor, lo mancha como los demás nombrándolo el “pusilánime” contra el que se formó una sorda rebelión y como el “cobarde” que conducía a su pueblo por la vía de la ignominia; mientras que a los jiferos los trata de reflexivos, astutos, audaces, atinados y casi les dispensa todas las brutalidades que cometieron; Toscano, como los demás, se olvida de la traición, de la infamia de Cortés y los suyos, para encarnecer a quien queriendo salvar las vidas, la gran cantidad de vidas que seguían a los gachupines, prefirió la ignominia con que en la actualidad se le trata; se olvida el historiador de que apenas una página antes, expone la virtud, honorabilidad, honradez de Moctezuma, en aquellas palabras de recibimiento al extremeño, que transcribo aquí y repetiré nuevamente: “Oh, señor nuestro, con pena, con fastidio tú has logrado llegar hasta México, a nuestra casa, llega a sentarte sobre tu estera, tu silla, que yo he guardado sólo un pequeño tiempo para ti. Porque se fueron tus súbditos; los reyes Ixcóatl, el viejo Moctezuma, Axayácatl, Tizoc, Ahuízotl, que sólo guardaron un tiempo pequeño (el estrado) para ti; que gobernaron la ciudad de México… ¡Ojalá que alguno de ellos viese, con asombro, lo que vino encima de mí, lo que yo veo ahora!... ¡Cómo yo estaba afligido por cinco, diez (series) de días, cuando miraba al país desconocido del cual tú has venido, de las nubes, de las nieblas! Porque esto nos han dicho los reyes (mis antepasados): que tú vendrías a ver tu ciudad, que tú te asentarías sobre tu estera, tu silla, que tú regresarías. Ahora se ha verificado, tú has regresado con penas, con fastidios lo has logrado. Seas ahora bienvenido a esta tierra, descansa, ve a tu palacio, descanse tu cuerpo, nuestro señor ha llegado”.
No se puede culpar a Toscano de la influencia de los cronistas, de los documentos que tuvo en sus manos para escribir su obra, documentos que, a excepción de unos cuantos que no pudieron gozar de libertad absoluta, puesto que todo era sojuzgado, fueron escritos a su entero gusto y satisfacción por aquellos abortos de la maldad, que tenían la “virtud de convivir con la Virgen de los Remedios”, con aquella niña blanca que ayudada por las pequeñas cabecitas voladoras, cegaba a los indígenas (a los contrarios solamente, esto es, a los que no estaban con ellos); con Santiago Apóstol y con San Pedro, uno en su blanco caballo y con su reluciente alfanje, y el otro, me imagino que con su red de pescador y las llaves del cielo, pues quién sabe si le queda vida, cómo habría formado él su libro, cuál sería su idea en esos dos capítulos que por un capricho del destino no llegó a formar.
No basta haber conocido a Cortés como sanguinario,
como asesino, como ladrón
Así habla Toscano, así describe a mi señor Moctezuma y como muchos otros, aun después de cuatro siglos, perdona al villano Hernán Cortés, al pirata Alvarado y lista de malhechores, mas no hay que olvidar que el perdón no es el olvido, que como ha dicho el maestro Ignacio Manuel Altamirano: “Entre el perdón y el olvido media un abismo. El perdón hace meter la espada en la vaina, pero el recuerdo debe conservarla dispuesta a salir en la menor ocasión”.
No ha bastado, no ha sido suficiente cuanto hemos conocido a Hernán Cortés como sanguinario, asesino, ladrón, traidor, miserable; poco es o nada la forma en que desde a su llegada trató a los nuestros; nada es la matanza que bajo sus auspicios se efectuó en Cholula; nada la que a su indicación hizo Alvarado en el templo de Huitzilopochtli en la fiesta de Toxcatl; nada es el trato que dio a la mujer que lo introdujo a México pagándole con entregarla a sus amigotes; nada es el crimen que cometió con Cuauhtémoc y Cacamatzin quemándoles los pies en la consecución de un tesoro que ya estaba en su poder; nada es el asesinato que cometió quemando a Cuauhpopoca, a su hijo y a los quince nobles que lo acompañaban, dizque con la anuencia de Moctezuma; nada es el vil asesinato que en compañía de su inseparable Alvarado, de Cristóbal de Olid y de Velázquez de León cometió al grandioso Moctezuma, por no querer salir a arengar a los tenochcas para evitar el asedio en que los tenían; nada son los asesinatos ni la forma en que los cometió en las personas de Cuauhtémoc y Tetlepanquetzaltzin; nada es todo esto y todos estos crímenes se pierden a la razón, a la inteligencia, a la preparación y sapiencia de nuestros actuales historiadores, ante la “hazaña” de haberse introducido el extremeño a la gran Tenochtitlan, dizque con sólo quinientos y tantos gachupines, pues ya vemos que los mexicanos no contaron entonces, ni después, en las encomiendas, hasta que un papa tuvo la gentileza de declararlos racionales; así es como todos estos crímenes han hecho de Cortés un héroe, mientras que Moctezuma Xocoyotzin sigue siendo el “cobarde”.
Los extranjeros ponen en la balanza de la justicia a quienes nosotros ya les debiéramos estar rindiendo culto
Es penoso, es lamentable, como he dicho, que mejor los extranjeros pongan en la balanza de la justicia a quienes nosotros ya debiéramos estar rindiendo el culto merecido; es lamentable que nos andemos metiendo a arreglar lo ajeno, cuando lo propio aún está en completo desarreglo. ¿Cómo es posible?, ¿cómo es posible no entender que el cruel no fue sólo Hernán Cortés, sino todos los que con él vinieron siguiendo su misma escuela?, ¿cómo es posible que no podamos o no queramos entender que la religión que nos trajeron –su gran fundamento− no era la de Cristo, porque la verdad de Cristo era el amor y la caridad y éstos vinieron escudados en un cristianismo convencional?, ¿cómo es posible no entender que es una real mentira que practicaran la doctrina de Cristo, ese Cristo que se sacrificó en aras de la caridad, cuando estamos viendo que todos aquellos que levantaban una iglesia no lo hacían sino a la fuerza, marcando con el fierro candente a quienes ocupaban, desnudos, muertos de hambre y golpeados? ¿Así era el amor que impartían al prójimo? Y no sólo Cortés era quien así trataba a los indígenas, sino que todos lo hacían igual. Ya conocemos los procesos de Alvarado y para completar la lista de fulleros, voy a escribir de lo que también algunos extranjeros nos dicen como un reproche a nuestra inadvertencia; en el proceso contra Tzintzicha Tangazoan El Caltzontzin formado por Nuño de Guzmán, año de 1530, publicado por primera por France V. Scholes y Eleonor B. Adams, y editado por la casa Porrúa y Obregón en el año de 1952, un libro que debo a la bondad de mi generoso y grande amigo Víctor Manuel Urzúa, apreciaremos una vez más el “buen corazón y amor” con que el señor Nuño de Guzmán, católico, apostólico y fiel a la ley de Cristo trataba a los mexicanos; todo por el amor de Dios, para allegarle almas, para cumplir con sus honestos sentimientos de cristiano y por seguir, claro es, la escuela de su amado capitán don Hernando, amén de que buscaba que los indígenas acabaran con su “idolatría”, que no se apartaran del amor de la santa iglesia católica y se apegaran al “amor hacia el prójimo”; es sólo una parte la que habré de transcribir de este grandioso documento que por sí mismo habla de la “valentía y amor” de los españoles, mas para bien entenderlo remito al lector a la obra mencionada, no a los originales, que según los autores del libro, se encuentran en el Archivo General de Indias, Sevilla, Sección de Justicia, Legajo 108, número 6, por la lejanía:
Y después de lo susodicho en trece días del dicho mes de febrero del dicho año (1530) el dicho señor presidente en presencia de mí, el dicho escribano, en haz del dicho Caçonçi y del dicho Juan de la Peña, su defensor, siéndole declarado y hecho entender por lengua de Martín Gómez, intérprete de la lengua tarasca, y le fue dicho si pudiera decir algo contra ellos y contra sus dichos y deposiciones de los susodichos que contra él deponen. –Y luego el dicho Caçonçi dijo que no tenía que responder ni decir contra ellos. –Y luego el dicho Juan de la Peña, defensor susodicho, dijo que así mismo no tenía más que decir ni alegar y que daba por ratificados los dichos de los dichos indios y concluía como tiene concluido. –Y luego el dicho señor presidente mandó traer en haz del dicho Caçonçi y le fueron mostrados dos ídolos, el uno figura de león, el otro figura de hombre y de çemy con un dedo de sangre embarnizado, y le fue preguntado si los conoce y si son aquellos los que él tenía en que adoraba y hacía sus sacrificios. Dijo que es verdad que la sangre que está en el dicho ídolo es de sangre de las orejas de indios que se sacrificaron y que lo tenía en canto de un monte en una casa porque no lo tenía en su casa principal y que un indio viejo hizo el dicho ídolo. –En el pleito que es entre parte de la una, autor acusante la justicia real de oficio, y de la otra, reo acusado el Caçonçi llamado don Francisco, señor de la provincia y ciudad de Mechoacán, habiendo visto y examinado este dicho proceso y las culpas que de él contra el dicho Caçonçi resultaran, y visto así mismo las confesiones por él y por los otros señores de la dicha ciudad de Mechoacán y todo lo que más en el dicho proceso ver y examinar debía, teniendo a (el) los antes sus ojos de quien justo juicio y sentencia procede: −Hallo que debo de condenar y condeno al dicho Caçonçi llamado don Francisco, en pena de lo que así ha delinquido, a que de la prisión en que está sea sacado, los pies y manos atados, con una soga a la garganta, y con voz de pregonero que manifieste su delito sea metido en un serón, si pudiere ser habido, y atado a la cola de un rocín sea traído en derredor del lugar donde está asentado el real y sea llevado junto al paso de este río y allí sea atado a un madero y quemado en vivas llamas hasta que muera naturalmente y hecho polvos. Y si el dicho Caçonçi quisiese morir como cristiano, pues ha recibido agua del bautismo, puesto que después que la recibió había ya tornado a idolatrar como por su confesión y por este proceso consta y parece, mando que antes que sea quemado le sea dado un garrote a la garganta en manera que el dicho Caçonçi muera y del espíritu vital sea apartado y después sea echado al fuego y quemado como dicho es. Y por que de los naturales de la dicha provincia se presume que tomarán sus polvos que de su cuerpo […] y los llevarán por con ellos idolatrar, de que Dios nuestro Señor será deservido, mando que de los polvos que de su cuerpo y carne se hicieren sean echados en este dicho río en manera que no puedan ser habidos. Y más le condeno al dicho Caçonçi en perdimento de todos sus bienes, los cuales aplico a la cámara y fisco de su Majestad y en las costas de este proceso juntamente hechas, cuya tasación en mí reservo, y por esta mi sentencia definitiva juzgando, así lo pronuncio y mando en estos escritos y por ellos. Nuño de Guzmán.
Así fue como ejecutaron a aquel infeliz indígena, condenado a tales barbarismos, dizque por reunir gente para matar cristianos, por colectar armas para este fin, por adorar a sus ídolos después de haber sido bautizado y por vestir con la piel de los cristianos para hacer areitos; así terminó su vida aquel señor para quien en el juicio que le formara el Nuño de Guzmán no faltaron los testigos para ratificar de cuanto se le acusaba por lo que fue sentenciado, mas para que los testigos declarasen en contra de Caltzontzin, tuvieron que sufrir horrorosos tormentos que el propio Nuño de Guzmán dictara, como fue el potro, el garrote y el agua, servida con jarros de plata y todo ejecutado, eso sí, con dulces palabras y exhortaciones mil, en las que ni un sólo momento se olvidó el nombre de Cristo y la bondad de Dios, para hacerlos volver al catolicismo.
En todo aquel soñar que a los sacerdotes les proporcionara la pócima que, según la crónica del Códice Ramírez, preparaban con arañas, alacranes, ciempiés, con azotadores o aguates –que ellos nombraron gusanos negros peludos−, a más de la semilla del ololiuhqui, jamás pudieron imaginar en su fantasmagoría la plaga que habría de llegar a la gran Tenochtitlan y si la imaginaron, si lo supieron, lo guardaron silenciosa y resignadamente en su corazón, con ese silencio y resignación característicos del mexicano que sabe que su pueblo está hecho para el drama, para el dolor; para sufrir los accidentes y desgracias para los que fue creado, esperando pacientemente que su destino cambie por sí mismo, sabiendo que no debe apresurarse lo que a su tiempo ha de llegar; pues aún en la actualidad, sin que lo sintamos, seguimos la práctica de una civilización que creemos desaparecida, sin darnos cuenta de que nos engañamos, pues dentro de ella, aun cuando la han querido menospreciar por una parte y por la otra darle mayor importancia, esto es: “la idolatría” según los españoles, la religión católica, según los mismos; la adoración a Tonantzin (nuestra madrecita), en Tepeyacac y ahora la Virgen de Guadalupe en el Tepeyac.
¡No, mi Señor Moctezuma! Por más que se menosprecie, no tu valor ni tu honra, sino a tu nombre, en el corazón del mexicano sincero nunca serás sino el valiente jefe; el estadista que supo cimentar, aun a costa de su vida, el carácter decidido de su pueblo; aun cuando nuestro país está invadido por garbanceros, abarroteros, panaderos, cantineros; en fin, por una caterva de ladrones, en tu gente, dentro de tu pueblo sigue predominando el maíz, el chilli y el pulque, mostrando un desprecio indiferente por todo aquello que lo pudiera hacer ampuloso; los tuyos siguen la sencillez de su vida, evitando el malestar del oropel, que sabe que no es para su carácter; sigue esperando, como tú, resignadamente, el fin de su existencia, seguro de que en el tránsito su conciencia no tendrá que reprocharle; así vive y así muere, sin quejas, sin asombros, con la seguridad de que ha hecho lo debido, sin mentiras, sin traiciones, sin cobardías, esperando la muerte tranquilamente y hasta con desdén entre el bullicio alegre y la cohetería, sabedor de que con la muerte encontrará el fin de la zozobra que el gachupín le heredara desde hace cuatro siglos; y si dentro de esa zozobra, si dentro del horror ha vivido tiernamente, mayor ternura muestra en los últimos momentos de su vida y con la misma ternura que tú debes haberle pedido a tus dioses (o demonios) que se compadecieran y ayudaran al pueblo que dejabas en manos de una civilización bárbara, él, al cerrar sus ojos, sigue tu ejemplo: pide a sus dioses, ahora hermoseados por un estilo italiano, santos pulidos y afiligranados ante los que se postra para pedir la lluvia, el sustento y el vestido, ahora con la herencia y enseñanza de los españoles también ha llegado a introducirlos en un pozo, colgándolos del cuello con áspero cordel o poniéndolos pies arriba en un rincón, para que haga el milagro de encontrar lo perdido o proporcione novio a la que se está quedando o un refrescatorio al acalorado corazón de una fea.
La plaga que para Tenochtitlan fue la llegada de los españoles
Para los tuyos fuiste grande, fuiste señor justiciero; para los tuyos, tú sigues siendo en lo más profundo de sus sentimientos, tanto así que tu heroísmo se guarda en el corazón, sin que a tu pueblo le importe la costumbre sembrada por el extranjero, de esperar la muerte, la desaparición del individuo, para rendirle el culto que mereció en vida y del que nunca disfrutó.
No importa que se te nombre con maldad y encono, si lo hace la envidia; no importa que se te nombre “afeminado”, “pusilánime”, “paranoico”, “fanático”, “débil mental” y “cobarde”, si esto, si todo esto no es más que la consecuencia de un equívoco o un desahogo y no importa, porque hay quienes en su oportunidad habrán de lanzar el mentís definitivo correspondiente a la perfidia malinchista y éstos, con el silencio del mexicano, silenciosamente desarrollan una labor no a favor de Moctezuma, sino en el de la justicia que te corresponde; éstos en el momento oportuno habrán de mostrar tu grandeza, tu heroísmo, tu pudor, tu magnanimidad, tu honor y dignidad, haciendo que los que no supieron sentirte se arrepientan de su incapacidad y se avergüencen de su indigno proceder al no saber ser mexicanos; éstos harán que se vuelva la malignidad que sobre tu nombre ha caído contra aquellos instigadores a quienes no se les debe otra cosa que no sea la picardía escudada en la cruz; su hipocresía combinada con la resignación; la miseria disfrazada con la sublimidad; la mentira unida al robo, al engaño y a la crueldad.
¡No importa, Señor, cuanto de ti se diga, profanando tu memoria, que cuanto más sea, mayor lugar habrá para echar en cara a tus detractores, tanto a los verdugos de ayer como a los intelectuales de hoy, sus obscenidades y mal entendimiento! No importa lo que sigan diciendo, que la oportunidad llegará y se demostrará que si en aquel entonces los tuyos fueron marcados con el sello candente e ignominioso de la esclavitud o como una bestia perteneciente a la encomienda, esos esclavos, esas bestias, han cobrado coraje y ya no permiten ni permitirán jamás ser, ni lo uno, ni lo otro, y ante la revelación con la hipocresía –aquí sí cabe decir–, con la cobardía innata del gachupín y del malinchista, no tendrán más que pedir perdón y como disculpa, decir que ellos fueron quienes hicieron la independencia.
¡No estás solo, Señor, ni tu pueblo te ha olvidado! ¡Descansa en paz! ¡Duerme tranquilo, con la seguridad de que los tuyos, de que tus verdaderos hijos, velan por el merecimiento de tu gloria!