II
En altamar
Con los ojos enrojecidos, María continuó su labor en el camarote de los Meyer. “¡Apenas hemos salido y ya extraño a mi hermano y a Bonn!” Distribuyó de manera ordenada la ropa, libros de la pequeña biblioteca, portafolios y juguetes. Ya en su habitación, acompañada por el vaivén del barco, guardó sus pertenencias. Por la tarde aparecieron nubarrones empujados por el viento. A pesar del cansancio, recorrió con los niños gran parte de la cubierta cuidando que no hicieran mucho ruido. “El señor Meyer prefiere que los chicos no molesten a los demás pasajeros.” Erich y Luise jugaban a subir dos o tres escalones y luego brincaban al primero.
Uno de los niños preguntó:
—Mía, ¿puedes brincar como nosotros? –saltaban uno detrás del otro.
—Claro que no, corazón, ustedes son muy hábiles. Si Witha me ayuda, entonces sí podré, ¿verdad? –Tomó de la mano a la pequeña para subir los escalones igual que ellos y le preguntó.
—¿Vamos?
—¡Vamos, Mía!
La primera noche, después de cenar, María y los chiquillos cayeron rendidos en sus camarotes.
El señor Meyer trabajaba con algunos documentos preparándose para su cometido en México, cuando el tiempo era bueno, los niños jugaban en la cubierta y veían figuras en las nubes.
Erich comentó:
—¡Mira ésa, parece la cabeza de un perro!
Y Luise agregó:
—¡Aquélla se ve como uno de los sombreros de mamá!
—¡Una bota, una bota, como las de papá cuando monta a caballo! –dijo sorprendida Witha.
A veces caminaban tratando de seguir una línea recta imaginaria; nunca era así, por el vaivén del barco.
En los momentos de cansancio, María les inventaba historias de buques piratas.
—¡Shh!, silencio, pongan atención: el sol esconde su luz, el viento trae la oscura y espesa niebla, la luna pierde su brillo. Desde el fondo del mar surgen los viejos barcos con sus enormes velas rotas, desgarradas entre la espuma de las encrestadas olas. Son jalados por altos y musculosos tritones que tiran de cuerdas teñidas de limo verde y algas del fondo marino; los acompañan sirenas de largo cabello que entonan un extraño canto y embrujan a los que las miran o escuchan. En la cubierta los piratas conservan enmohecidos cofres llenos de joyas y oro, robados por ellos a otros buques; defienden su botín con sus brillantes y filosas espadas, y son tan fieros que nadie se les acerca nunca. Algunos caminan mal, haciendo ruido, pues tienen pierna de palo, y otros tienen un gancho de hierro en vez de mano.
Adentrados en la historia, los niños podían imaginar los rostros y las vestimentas de los fieros y terribles bucaneros rondar en el barco. Luise abrazaba a la pequeña hermana, y Erich permanecía con los ojos sin parpadear. Los tres, emocionados, rodearon a María para sentirse seguros.
—Mía, a ti no te da miedo, ¿verdad?
—No, Erich, no te preocupes. Vamos a cantar un poco, ustedes serán mi coro. ¡Luego, a dormir!, ¿les parece?
—¿Me das la mano, Mía? –pidió Luise.
—A mí también –dijo Roswitha.
—Claro, corazón –respondió María, mientras tomaba cariñosamente las manos de las dos hermanas–, y también un beso –añadió.
La niña más pequeña la abrazó sonriente.
Apenas iniciaba el tarareo del coro, los niños se durmieron. María les dio un beso en la frente.
Caminar por los pasillos del barco, en algunas noches de cielo despejado, era todo un espectáculo orquestado por las miles de estrellas que adornaban la noche, finas luces colgadas en un manto negro, como si entre ellas conversaran con destellos. Parecía que podían tocarse con sólo alzar la mano. Los niños imaginaban figuras, y cada uno les ponía un nombre diferente.
—¡Parece que están formadas!, ¿cómo se llaman? –preguntó Luise.
—El Camino al Cielo –dijo Erich adelantándose a los demás. María con una sonrisa lo negó.
—No sé cuál es la que dices, pero estoy segura de que así no se llama.
—Es que parece una escalera.
—Sí, así se ve, pero su nombre debe ser otro.
Luego María dijo:
—¡Aquellas son una corona!, ¡la llamaremos la Corona de la Reina Roswitha!
—¡Sí, sí, sí yo soy la reina Roswitha, allá arriba está mi corona! ¿Por qué hay tantas estrellas?, ¿de dónde salen?, ¿por qué no se caen? –Roswitha levantaba las manos para alcanzarlas. Luise y Erich reían.
Les gustaban las adivinanzas, imitar personajes y animales con mímica.
Luego de algunos días de viaje, muchos de los pasajeros se habituaron a la presencia de la familia, por las actividades y juegos que María creaba para que los niños estuvieran divertidos; parecían más sus hijos que de la señora Sabine.
Cuando la familia leía en voz alta libros acerca de México, María se imaginaba a sí misma en aquellos lugares tan distantes y extraños: en selvas, entre altas matas de hierba, árboles gigantescos, cascadas, palmeras y platanares; se veía dentro de una choza chiapaneca, y a los Meyer y sus hijos sentados sobre el piso de tierra, comiendo con las manos, y cercano, el rugido de los monos saraguatos trepados en algún árbol. “¿Qué tan diferente será mi vida comparándola con la de Alemania o París?, ¿qué ropa y calzado tendremos?, ¿qué costumbres habrá?, ¿volveré alguna vez a Alemania?”, se preguntaba.
Cuando el frío y el viento invadían la cubierta, los pasajeros se refugiaban en sus camarotes. María aprovechaba para escribir cartas a su hermano Jakob. Si el mar estaba en calma, el barco parecía flotar en el aire; en otras ocasiones, fuertes marejadas lo movían a su antojo, y entonces los niños iban con ella para sentirse seguros.
En uno de los divanes de la cubierta del barco, María observaba a la gente, los niños a su cuidado, el piso de madera, las minúsculas gotas de la brisa, cuando su mirada se perdió en el cambiante estado del mar: agua en tintes de blanca espuma, en crestas de olas. Su mente la llevó lejos, como su destino en ese viaje, hipnotizada por aquella inmensidad del océano y por la música del barco. Cerró los ojos y vio la Ópera de París, el extraordinario Palacio Garnier, el gran escenario, las voces de Carmen, la sensación, al mismo tiempo de ansiedad y calma, que tenía antes y ahora. Maurice aún estaba presente.
En el viaje no faltaban caballeros que desviaran la mirada para verla y entablar conversación; siempre muy arreglada en su vestir, los atraía por su trato amable, su figura, su discreta sonrisa, el cielo limpio de abril en sus ojos y su mirar, que llamaba la atención. Eran frecuentes las invitaciones a tomar el té, pero era muy pronto para olvidar a Maurice, aquel novio de Francia que, poco antes de saber del viaje, le pidió que se casara con él. En aquella ocasión la invitó a caminar como otras veces; pero esa tarde sería diferente, otro plan, tomados del brazo. La gente conversaba en algunas bancas a la orilla de los Jardines de Versalles. Después de caminar un poco, ambos se detuvieron para sentarse en el pasto; él la miró a los ojos.
—Yo te amo, quiero que seas mi esposa.
Era algo que María suponía, pero que aún no esperaba.
—Maurice, ¿en verdad deseas que yo sea tu esposa?
—Sí, cuando tú lo creas pertinente iré a ver al Embajador para pedirle formalmente tu mano y hacer los arreglos para la boda lo antes posible. ¿Estás de acuerdo?
—¡Sí, Maurice!
En cuanto llegó a casa, María quiso encontrarse con la señora Sabine para contarle la buena nueva y sobre su deseo de que la boda fuera lo más rápido posible. Torbellino de planes, bello vestido de novia, zapatillas, flores del ramo. “La señora Meyer, seguramente, con su experiencia me ayudará a buscar lo mejor y a orientarme en lo necesario. Le voy a pedir a mi hermano Jakob que se ponga su vistoso uniforme de gala.”
Aprovecharía el momento de la cena para dar la noticia. Le costó trabajo contenerse, quería contarlo a la familia, a la cocinera, al jardinero, a las rosas del jardín…
En el comedor de la casa de la embajada en París, lucía una vajilla con dibujos campestres y destacaba el filo de los platos rematado en oro; acomodados de manera impecable, estos últimos hacían juego con el cristal cortado, los cubiertos de plata, los servilleteros y el angosto encaje ribeteado del mantel. La encargada de cocina envió el primer platillo presentado de manera exquisita.
—¡Señor Meyer, tengo algo que decirles! –anunció María poniéndose de pie.
En ese momento, el Embajador también se levantó de su asiento.
—Disculpa, María, antes tengo que hacer un anuncio importante para todos, incluyéndote a ti; después podrás decirnos lo que necesites. ¿Me permites?
María se sentó y tuvo que guardar silencio; para ella no había nada más significativo que comunicarles la propuesta de matrimonio de Maurice. Por respeto esperaría a que el Embajador hablara primero. La sonrisa desapareció de su cara.
—Nuestra mesa está ahora vestida de gala, la ocasión lo merece. Hace más de un mes me ofrecieron la oportunidad de ir como embajador a México; creo que es una gran oportunidad que debemos aprovechar. Todos haremos el viaje, incluyéndote a ti, María, si es que así lo deseas. No quise comentarles nada hasta comprobar que me darían el puesto.
La señora Sabine de inmediato preguntó:
—¡Querido!, ¿para cuándo será?
—Por eso los he reunido esta noche: a partir de hoy, en una semana entregaré la embajada; luego tendremos otros siete días en Bonn para los preparativos de nuestro viaje a América.
—Papá, ¿María irá con nosotros?
—¿Por qué no se lo preguntas?
Erich la tomó de la mano.
—Mía, tú vas con nosotros, ¿verdad?
María pensó en Maurice, en aquel beso que poco tiempo antes él le había dado con la ilusión en los ojos; trató de disimular el nudo y la sequedad en la garganta, y tuvo que beber un sorbo de agua.
—Sí, corazón, no te preocupes.
La tristeza de su rostro fue difícil de ocultar. La promesa del diálogo con el señor Meyer para decirle de la boda se había desvanecido. Era un momento amargo sin el apoyo de su novio, pero no era culpa de nadie, no tenía la fuerza para enfrentarse al Embajador; de ahí su respuesta. Sólo jugaba con la comida mientras su jefe puntualizaba los aspectos del viaje.
Roswitha la vio triste.
—¿Mía, no quieres ir con nosotros? Yo estoy contenta, ¿tú no? –Y, con una leve sonrisa, la convenció.
—Ja, meine Liebe, ja.
El señor Meyer, dirigiéndose a María, preguntó:
—¿Te sientes bien? Tú querías decir algo.
—Sí, estoy bien, no es tan importante…
María se sintió angustiada: por un lado, la propuesta de matrimonio de aquel joven que la amaba y que al fin había decidido pedirla en matrimonio; por el otro, el señor Meyer con una noticia que también resultó emocionante y el miedo que ella sentía de enfrentarlo. “El viaje es a otro continente, nunca tendré una oportunidad así: nuevos lugares, vivencias, costumbres, y con una familia que tanto quiero. ¡Dos semanas para el viaje no son suficientes para consolidar sin apresuramientos los planes para la boda!” No era sólo eso, estaba la pertenencia que ella sentía en la familia, por tantos años de convivencia.
Los recuerdos de María se disiparon cuando ella sintió el contacto de una mano sobre el hombro. Era el señor Meyer.
—Me alegra saber que has aceptado algunas invitaciones al salón de té.
En el trasatlántico, jóvenes como Julius Hesse y Frank Lieberman invitaron a María en repetidas ocasiones, pero no estaba muy convencida de aceptarlos. No fue así con Ludwig Haller; era la tercera vez que los dos se reunían en el salón de té. A María parecía simpatizarle, pero a él le atraía y le gustaba ella. Él iba ataviado con ropa sport; era de cabello claro y corto, y tenía treinta y dos años. Conversaban sobre temas afines, y en algún otro de los múltiples eventos en el barco, se les vio siempre juntos divirtiéndose y disfrutando los eventos, como si se conociesen de tiempo atrás.
—María, tú me gustas. Desde que te vi me enamoré y no puedo callarlo. Déjame demostrarte que te quiero, mi deseo es hacerte feliz. Dame la oportunidad, no me desprecies, por favor.
Para María fue un anuncio sorpresivo. Las ocasiones en que se habían reunido, la plática siempre tuvo un carácter amistoso, nunca romántico, y ella jamás imaginó que Ludwig le iba a pedir matrimonio.
—En México estaré una semana, debo ir a Argentina para ver a mi padre. Te pido me digas en dónde estarás, quiero visitarte, por favor dame esperanza de verte. Piensa en lo que te he dicho; en un par de meses podríamos planear nuestro regreso a Alemania. Quiero casarme contigo en México y hacer ahí nuestro viaje de bodas; si prefieres, lo haremos en la bella catedral de Colonia. Piénsalo.
—¿Por qué hablas de planear nuestro regreso a Alemania? Nos hemos visto muy poco. Estoy de acuerdo en que hemos pasado ratos amenos y he conversado contigo más que con otros en este viaje. Eres agradable, pero apenas te conozco y no sé más de ti y tú no sabes nada de mí. No te he dado motivo para que pienses en casarte conmigo.
Él la tomó de la mano y se acercó despacio con intención de besarla. Ella lo rechazó.
—Yo no quiero casarme contigo. Tengo un trabajo que me agrada, no puedo dejar solos a mis niños y a la familia Meyer, que tanto me han dado; los quiero mucho.
—Déjame hablar con el Embajador, voy a decirle que te quiero, que es mi deseo casarme contigo, convencerte del amor que siento por ti; te aseguro que voy a hacer todo para que tengas una vida feliz. Te lo pido, ¡cásate conmigo!, por favor.
Ella se hizo hacia atrás ante un nuevo intento de beso; después revolvió el cabello de Ludwig con una caricia, a él le dio un beso en la frente y salió del salón sin mirar atrás.
Una fuerte tormenta se dirigía hacia la ruta del barco; las descargas eléctricas se sucedían una tras otra, alumbraban tanto el cielo como el mar. Sobre la cubierta los pasajeros estaban asombrados.
—¡Miren, miren cuánta luz!
—¡Se ven impresionantes los rayos!
En conjunto se escuchaban exclamaciones.
—Ahhh… Ohhh…
—¡Espectacular! –afirmaban otros y señalaban a lo lejos, en dirección a los impactantes y efímeros relámpagos.
El viento empezó a soplar más fuerte de lo normal, olas de mayor tamaño movían el barco más de lo acostumbrado, tan fuerte que era difícil caminar. Los relámpagos se veían cercanos; ya no era agradable ver aquellas largas y quebradizas líneas eléctricas brotar de algún lugar de las altas nubes, bifurcándose en su camino igual a enormes y poderosas raíces de luz que, como desafío a la oscuridad, buscaban algún lugar para caer. El ruido de las gruesas gotas de lluvia sobre la cubierta y los cristales, el ulular del viento, las altas y salvajes olas causaron temor entre los pasajeros. El nerviosismo hizo que se dieran empujones en la escalera, querían bajar con rapidez. La cubierta quedó vacía y la ordenanza puso en marcha los protocolos de seguridad: el uso de vestimenta salvavidas y la consigna necesaria para permanecer en los camarotes hasta recibir indicaciones de la tripulación. Estaba prohibido deambular por la cubierta, salones y pasillos. El movimiento empeoró y nadie pudo dormir. Los Meyer se estremecieron al unísono con el fuerte estruendo y el lamparazo de un relámpago.
Sabine, inquieta por el suceso, comentó:
—¡Axel! ¡Estuvo muy cerca! ¿No crees?
—Así parece, amor, no te preocupes, estamos juntos, no va a pasarnos nada, –y enseguida la abrazó.
Los tres niños se apiñaron en una de las camas de su habitación, y María llegó para estar con ellos. Por las claraboyas se veían caer los relámpagos; olas inmensas se paralizaban por un instante con la luz intermitente de la tormenta, pequeños fotogramas que los atemorizaban. El mareo hizo presa de casi todos los pasajeros; los pocos que no se enfermaron parecían emitir gemidos y gritos ahogados. No se veían la luna ni las estrellas. La madera crujía, las luces parpadeaban, el agudo silbido del viento penetraba los oídos, los gritos de los pasajeros eran cada vez más frecuentes.
Luego el silencio reinó por unos minutos.
María permaneció con los niños; parecía una gallina protegiendo a sus polluelos y sólo pensaba en calmarlos. Aun con el fuerte movimiento de la nave, se tragó el temor y comenzó a cantar una melodía infantil.
—Guten Abend, gute Nacht mit Rosen bedacht mit Näglein besteckt schlupf unter die Deck. Morgen früh wenn Gott will wirst du wieder gewekt.
Ellos siguieron el canto tomados de la mano. Nerviosos, empezaron a reír e hicieron coro con voz temblorosa y corazones acelerados ante el vaivén de la nave. Los gritos de la tripulación para transmitirse las órdenes y el pensamiento de todos acerca de la posibilidad de un naufragio, sólo permitían asirse de algo en espera de que pasara la tempestad.
Algunas cosas del tocador, además de libros, cayeron con estruendo al golpear el piso de madera; se sumaron los ruidos de otros camarotes y los gritos de varias damas. La angustia y la preocupación atraparon a los pasajeros por más de tres horas, tiempo en el que el capitán y su tripulación alejaron la nave de la tormenta.
El movimiento disminuyó. Entre el cariño de María, las canciones y el cansancio, los niños se quedaron dormidos. En esos momentos María se acordó de su madre: “Mamá, cuando subimos a este barco, me reconfortó escuchar la Pastoral; con ella nos dieron la bienvenida. Sé que la vida está llena de significados y de señales; si los sabemos descubrir, nos dan fortaleza, nos guían… En donde quiera que estés, desde que zarpamos, siento la presencia de tu espíritu. La vida no permitió que estuvieras con nosotros por mucho tiempo, pero hoy sentí tu fortaleza, necesito proteger a mis niños. Esta noche llegó a mi mente la tempestad y la calma, a través de esta sinfonía de Beethoven; ahora sé que es la que escuchamos contigo aquella tarde en que nos llevaste a conocer las cabezas de los mártires de Bonn”. María siguió con su canto en voz baja mientras arropaba a los niños, dio un beso a cada uno y permaneció a su lado hasta que el oleaje empezó a acunar el barco con una leve oscilación. Pasadas aquellas horas de terror, casi al amanecer, la tormenta se escuchaba atrás. El sol salió, un regalo de calor tibio a la serenidad.
La tripulación trabajaba por todo el barco; entre reordenar lo caído y la limpieza, debía acelerar su ritmo al doble. Un golpe en la puerta del camarote despertó a María: era un marinero con el aviso de que, debido a la tormenta, el desayuno se serviría más tarde. La tripulación se afanaba en arreglar los desperfectos del barco, la mayoría superficiales. El joven se veía entusiasmado con su primera aventura en el mar y narraba que las sillas y mesas del área del comedor quedaron esparcidas por todos lados; camastros de descanso, amontonados cerca de la escalera que llegaba a la cubierta; estantes y muebles, revueltos en el piso. Se rompieron platos y cristalería, los cubiertos quedaron fuera de su lugar y la cocina resultó en un caos: cacerolas, sartenes, verduras, ralladores, escurridores y cuchillos esparcidos. Fuera de todo eso, el barco no sufrió daños graves. La tripulación realizaba una segunda revisión de las áreas para confirmar que la nave no tuviera averías.
—¿Todos están bien aquí? –preguntó el marinero.
—Sí, en este camarote y el contiguo; ambos están comunicados –contestó María.
—Tengo que preguntar porque es parte de lo que me ordenaron hacer. Los pasajeros son lo más importante. –Se notaba que era una frase aleccionada por el capitán.
El marinero se despidió con un pequeño movimiento de saludo alzando su gorra.
Los asustados pasajeros, después de poner en orden sus camarotes, aparecieron en el salón de primera clase, algunos nerviosos y pálidos, otros más tranquilos y con bromas al respecto. Mientras se preparaba el servicio, la conversación general giró en torno a la tormenta. Todos querían contar sus experiencias: hablaban de jóvenes que atropellaban las palabras para demostrar su valor, mientras el barco se movía sin control; de algunas señoras que se abrazaban a sus maridos. Otros no revelaron lo que pensaron esa noche de tormenta, “ésta puede ser nuestra última noche”, y se olvidaron del mal tiempo para concentrarse en sus parejas. Todo esto acontecía entre los pasajeros, cuando el capitán Hardt en uniforme blanquiazul y con arreglada barba blanca, tomó su lugar en una de las mesas, hizo sonar una copa con un cubierto e inició su discurso.
—Buenos días. Quiero decirles que, por seguridad y para evitar daños severos, fue necesario desviarnos de nuestra ruta. En cuanto salimos de la tormenta hicimos una revisión completa. Siempre se lleva a cabo cuando hay un evento de esta naturaleza. El barco es de fuerte estructura. Nuestra tripulación ha tomado cursos, es personal experimentado y mantiene la embarcación en perfectas condiciones; no obstante, es comprensible el nerviosismo de los pasajeros. Recuerden que estamos para socorrerlos en casos extremos. El resultado de la inspección es que nuestro buque no tuvo afectación alguna y está en pleno funcionamiento.
Erich, quien junto a María escuchaba el anuncio, sonrió alegre y relajado.
El capitán hizo algunas observaciones más, y terminado su informe, se escuchó a todos emitir al unísono un emotivo “ahhh”, como descansando alma.
En las áreas de segunda y tercera, los representantes del oficial daban el mismo informe.
El capitán continuó:
—En breve estaremos en la ruta trazada al inicio; quizás el viaje nos lleve algunas horas más de lo planeado. Quiero pedir un reconocimiento para nuestra tripulación, que supo hacer todo lo necesario para controlar la nave, la situación y mantener el orden.
La gente aplaudió.
—Ustedes merecen otro aplauso por su valentía, disciplina y por haber sobrellevado la fuerte tormenta. Los felicito.
Ese dieciséis de mayo el capitán ordenó que se tocara tres veces el silbato de vapor y al unísono se hiciera sonar la dorada campana de cubierta. Pasajeros y tripulación satisfechos gritaron.
—¡Hurra!
Parecía un festejo de fin de año. Unos momentos más y dio inicio el servicio del desayuno como si no hubiera pasado nada.
En la mesa de la familia Meyer se respiraba tranquilidad. Los señores aprovecharon esos momentos de convivencia, para felicitar y dar un abrazo a María.
—Por favor, no es necesario, ya saben que lo hago por el cariño a mis niños.
El Embajador, dirigiéndose a María, soltó una gran carcajada, y María se quedó muy seria.
—¡Felicidades! ¡Hoy es tu cumpleaños!
Con la tormenta y el cuidado de los niños olvidó la fecha, cumplía veintitrés años. Luise y Erich la abrazaron llenándola de besos. Para el festejo hubo leche, pastelillos y muchas sonrisas. El capitán Hardt, quien al inicio de la travesía se presentó con el Embajador para ponerse a sus órdenes, sabía el motivo de su viaje y los detalles de la familia y la institutriz. Una vez terminado su informe, aprovechó el momento para llegar a la mesa de los Meyer y felicitar a María. Enseguida dio la orden para que llevaran un pastel especial, días antes solicitado por los embajadores. El chef repostero, sin la intervención de ayudantes, preparó un Schwarzwälderkirschtorte, tarta de la selva negra, cubierta de suave crema de chocolate, adornada con nueces que formaban la figura de una flor y con una cereza en medio; el relleno era de mermelada de cereza con un poco de licor de la misma fruta. Para acompañarlo, sirvieron un Franziskaner, café que les pareció una delicia. María cortó la tarta mientras la familia cantaba; tres meseros se unieron al coro y el propio capitán hizo lo mismo quitándose la gorra. Varios pasajeros también cantaban desde sus respectivas mesas.
—Zum Geburtstag viel Glück, zum Geburtstag viel Glück, zum Geburtstag liebe María, zum Geburtstag viel Glück!
El festejo dio la vuelta al recuerdo de la tormenta. Algunos pasajeros, aun sin conocer a la joven, gritaban desde su mesa, “¡felicidades María!”. El capitán ordenó que pusieran música, y algunos jóvenes aprovecharon la ocasión para invitarla a bailar, entre ellos Ludwig.
—¡Me alegra verte bien!, me da gusto que ustedes no hayan sufrido daño.
—Gracias, Ludwig, por favor llévame a la mesa, estoy cansada por tanto baile y la tensión de la tormenta.
Los cantos y festejos terminaron. Todos se disponían a tomar el desayuno, cuando dos de los camareros depositaron un ramo de flores frente a ella; era tan grande que sólo entre dos pudieron llevarlo. Entre el follaje, con letra muy clara, había una pequeña tarjeta.
Para María, con amor.
Ludwig
La familia, en especial María, agradeció al capitán y a la gente por aquel momento tan agradable. Desde su mesa, ella sonrió a todos los pasajeros, también a la mesa del joven enamorado.
—¡Qué flores tan hermosas!, ¿cómo pudo haberlas conseguido? –El Embajador miró a María–. Así que tienes un enamorado en el barco, ¿por qué no nos habías dicho nada?
—Porque no lo sabía; dos noches atrás, en la sala de té me ha declarado su amor. Le dije que no estaba interesada.
Sabine preguntó:
—¿Por qué, María? Se ve un muchacho educado, bien parecido y de buena posición.
—Me ha pedido matrimonio y no sé qué debo hacer. Me atrae y es muy agradable en su plática pero, desde que me despedí de Maurice, no está en mis planes casarme a corto plazo. Parece una buena persona, me apena mucho…
—No te preocupes, si sólo deseas que sean amigos puedes decírselo. Tú sabrás bien el momento adecuado; cuando sea, no lo vas a pensar, ya verás, no te preocupes. María la abrazó con cariño y le dio las gracias con un beso.
Los alimentos en el barco eran un gusto al paladar; las cenas, extraordinarias: aves, carne, pescado, mariscos, que preparaban de forma diferente todos los días, y los postres, tarta de manzana con queso suave y ciruela, crepas flameadas con licor de hierbas o con licor de naranja Grand Marnier para darle un toque más dulce, Laugenbrezel, pastelillos de manzana con pasta Streusel y rebanadas de Apfelstrudel.
Una tarde María obtuvo, con el personal de la cocina, cuatro grandes caparazones de caracol rosado. “Qué interesante forma tienen, debo limpiarlos bien. Dicen que a través de ellos se escucha el mar.” Los guardó en uno de sus cajones. No sabía que los iba a conservar por mucho tiempo, firmes recuerdos de un viaje inolvidable.
Por el cumpleaños, todos en el barco la reconocían, y las invitaciones a tomar el té o a pasear por la cubierta se hicieron todavía más frecuentes sin descuidar sus deberes. Ahora necesitaba manejar su tiempo; pronto el viaje llegaría a su fin.
En sus ratos de lectura en voz alta, muchas veces más de cuatro caballeros, con el permiso del señor Meyer, se unían al grupo para escucharla; querían ver si, con suerte, María se fijaba en ellos. Ludwig era uno de éstos. Con insistencia le preguntaban en qué lugar de México iba a estar para visitarla; algunos, con conocimiento del país, se ofrecían a llevarla a sitios importantes de cultura; otros más osados le pedían matrimonio prometiéndole complacerla en todo lo que ella dispusiera. El señor Meyer estaba al tanto de todo, pues ella era su responsabilidad. Nunca le prohibió conversar con nadie; ni su esposa ni él la descuidaban. La edad de María era la adecuada para casarse. Los que se acercaban durante el viaje, casi todos alemanes, habían tenido oportunidad de conversar con los Meyer; éstos se encargaron de tomar nota de los pretendientes que les parecieron idóneos por su posición económica y social. Querían a María como a una hija, y el plan era contactar con los jóvenes en México. Previa aprobación de María, podrían visitarla.
No faltaban muchas horas para llegar a puerto; los pasajeros tendrían que preparar maletas y estar listos para el laborioso arribo y atender la revisión de documentos y el equipaje. Los Meyer no tendrían problemas por su calidad diplomática; aun así debían cumplir con los requisitos de entrada al país, que tomaban tiempo.
Se escucharon tres toques del silbato de vapor: el barco estaba cerca de Veracruz. El cielo estaba casi despejado, con pocas nubes a gran altura.
Cuando el navío estaba casi tocando puerto, el piar de las gaviotas emocionó a los pasajeros, anuncio de su próximo arribo.
La cubierta se llenó de gente que quería ver el movimiento en el puerto con los barcos de pasajeros de gran calado. A lo lejos se veían oscilaciones de brazos, un saludo a los viajeros.
María subió un momento a cubierta con los niños. Durante el desayuno de ese día, el capitán les había sugerido hacerlo; era un evento que, aun con sus años de experiencia en el mar, él siempre disfrutaba.
La temperatura cambió en la última parte del viaje, pero hasta que el buque llegó al puerto de Veracruz, María sintió un calor distinto al que ella había experimentado en su vida; además aquel sol tenía un brillo diferente. La humedad penetraba todas las capas de su ropa; con gotas de sudor en la frente, se desabrochó el botón superior del cuello del vestido. El calor empezaba a agobiarla. Los niños miraban asombrados el puerto. María les pidió que se quitaran los abrigos y los abanicó con el sombrero.
El vapor se acercaba y la emoción de la gente crecía. La nave bajó la velocidad hasta que los remolcadores iniciaron su trabajo con la embarcación. Los pasajeros agitaban sus brazos saludando a los del puerto. Era el veintisiete de mayo de 1911, fecha que ella no olvidaría nunca.
III
Llegada a puerto,
una pausa en el camino
En el muelle había personas por todos lados: cargadores con baúles, cocheros en espera de clientes, comerciantes y niños curiosos para ver los barcos. El Embajador fue recibido por gente del gobierno de Veracruz. Él habló en buen español, pero con marcado acento alemán; presentó sonriente a su familia. Los Meyer fueron acompañados hasta un carruaje designado para llevarlos al hotel Diligencias, donde podrían descansar del viaje.
El bello puerto los recibió como a todos los pasajeros, con la alegría típica de los lugareños, pero con la deferencia correspondiente al estatus del señor Meyer. En nombre del gobierno, un muchacho entregó a Sabine un ramo de flores y otro a María; eran rosas de invernadero de varios colores.
—¡Qué bellas flores! –comentó María
—Sí, María, ¡son hermosas!
Las habitaciones los recibieron con el fresco ambiente que provocan los techos de doble altura de las construcciones virreinales. Sobre las almohadas, encontraron obsequios de bienvenida con tarjetas que explicaban el origen de cada uno. El Embajador recibió, dentro de una caja de cedro, unos puros hechos a mano en San Andrés Tuxtla. Sabine, una caja de hoja de lata que preservaba la figura de una dalia elaborada con delgadas vainas de vainilla de Papantla, bella y aromática. Los niños, una cesta de mimbre en miniatura adornada con listones de colores y llena de dulces de coco y tamarindo, elaborados por dulceros de Veracruz. En su habitación, María encontró también una caja de hoja de lata con un prendedor en forma de mariposa, hecho con vainas de vainilla. Cada uno tomó su regalo, y contentos, después los mostraron unos a otros, con agradecimiento a los veracruzanos.
Pasada la noche y descansados del viaje, apenas amaneciendo, los Meyer, los niños y María sintieron un calor agobiante y demasiada humedad; ninguno contaba con ropa adecuada, algo fresco para ese clima, pero todos decidieron salir a conocer algunos lugares del puerto. Su vestimenta europea provocó las miradas indiscretas de los parroquianos; a pesar de esto, caminaron despacio por la calle principal hasta un sitio que les habían recomendado algunos compañeros de viaje: la Pastelería y Cafetería de la Parroquia, ubicada bajo unos altos portales de piedra, marco de entrada al céntrico lugar. Ahí desayunaron.
Darse a entender no fue fácil a pesar del español del señor Meyer, sobre todo por algunas palabras autóctonas, cuyos sonidos les parecían extraños y con difícil pronunciación. No faltó quien se acercara a explicarles qué era un mixiote de pollo con nopales o un tlacoyo de haba, o qué era un par de huevos con salsa ranchera y tortillas de maíz de nixcomel, molido en metate. Decidieron probar algunos platillos de la región que no fueran muy condimentados: unos huevos rancheros con un poco de salsa verde, mixiote de carnero y bollitos de anís. A todos el picante les pareció insoportable; bebieron de inmediato un vaso grande con agua que los previsores meseros habían colocado sobre el mantel para cada uno. Bromearon en la sobremesa al tratar de pronunciar aquellas palabras de los platillos del desayuno, principalmente “mixiote”; les parecía imposible. Veían el movimiento de la gente a través de los arcos, en la calle. La señora Meyer le recordó a María la cara de un joven que la vio cuando desembarcaban en el muelle; quedó atónito y con la boca abierta. El Embajador comentó:
—Yo creí que le habías gustado mucho, pero después lo escuché comentar que te iba a pasar algo con ese atuendo para clima frío, que con el calor de aquí te ibas a desmayar por lo mucho que sudabas, ¡así que, si hoy no compramos atuendos más apropiados, creo que nos vamos a desmayar todos!
Volvieron a sonreír. Roswitha, con la inocencia de sus seis años, preguntó:
—¿Es tu novio mexicano?
—¡No!, no lo conozco, no sé quién es, sólo estaba preocupado por mi atuendo y el calor que hace aquí.
Al final del desayuno saborearon el humeante café de Córdoba.
—El mesero dice que es café veracruzano, de lo mejor –dijo el señor Meyer, mientras olía el café entrecerrando los ojos y aspirando con fuerza el aroma–, me recuerda al que servían en la embajada en Francia, la diferencia es que aquí le agregan leche.
La señora Meyer asentó:
—¡Delicioso!, sobre todo con estos panecillos, ¿ya los probaron?, saben muy bien con este café, me parece que llevan anís.
Después de disfrutar del desayuno, el señor Meyer preguntó al mesero cómo llegar a la iglesia de la Asunción.
—¡Uy, señor!, esa iglesia está muy lejos; tendrán que caminar bastante con este calor.
Sabine, un tanto preocupada, preguntó al esposo:
—¿Cuánto tiempo tendremos que caminar?
Él tradujo y ella puso cara de preocupación.
El mesero sonriendo aclaró:
—No me crea, señor, la verdad es que está muy cerca, está tan cerca como cruzar la calle y caminar a la esquina.
Cuando María y los Meyer terminaron el desayuno, el mesero salió con ellos para indicarles que desde la cafetería se veía el templo. Ya estando ahí, uno de los muros llamó la atención del Embajador: en algunas partes de las paredes, con breves zonas descubiertas, se veían piedras de formaciones extrañas.
—Vengan de este lado, quiero ver de cerca esta pared. –Quiso examinar el muro sintiéndolo con la mano–. Estas piedras no son rocas comunes. –Empezó a palparlas con la mano. La familia lo miraba con curiosidad.
Erich, acercándose a su padre, preguntó:
—¿Qué son, papá?
—Es parte de la construcción; preguntemos qué piedras son.
Había otras personas dentro de la iglesia; alguien vio al señor Meyer tocando las piedras y se acercó a la familia.
—Se ven extrañas, ¿verdad? La mayoría de esas piedras las han sacado del agua ya que, a falta de otro material para construir, aquí se utilizaron éstas, que abundan en Veracruz. Así están construidas muchas de las edificaciones en el puerto. Algunos le llaman piedra muca o múcara; sirve para construir, es dura, resistente y especial para clima húmedo.
El Embajador, quien ponía mucha atención, preguntó:
—¿Es difícil sacarla del mar?
—Supongo que al principio sí. Los españoles la conseguían de los largos arrecifes cercanos al puerto y la acarreaban en barcazas; una vez en tierra la ponían al sol para, ya seca, construir con ella. Parte de estas piedras fueron molidas con agua de mar, nopales y algas marinas machacadas, junto con cientos de huevos, para hacer una mezcla o especie de cemento; pegaban las piedras unas con otras. Así formaron estos muros que, como ustedes verán, siguen tan fuertes desde entonces hasta la fecha. Son construcciones del año 1600 en adelante.
—Un momento, por favor, mientras traduzco a mi familia –interrumpió el Embajador. Así lo hizo y volvió a intervenir:
—¡Debe de haber sido un gran trabajo!, necesitaron de mucha gente para hacerlo…
—Sí, señor, así fue; emplearon cientos de esclavos, casi todos negros, que fueron tomados por la Corona española durante sus capturas en África y otros lugares por los cuales pasaban con sus barcos. Muchos de los esclavos murieron cuando comenzaron a hacerse estas construcciones, pues no se edificaron tres o cuatro, hay muchas más en todo el puerto. En el caso de la iglesia de la Asunción, para cuando la terminaron en 1731, quienes trabajaron para levantarla, hacía algún tiempo que no vivían bajo un régimen de esclavitud, aunque sí estaban muy mal pagados.
—Debe de haber sido un trabajo muy pesado. Le estoy agradecido por su información.
Cuando tradujo el Embajador, todos quedaron complacidos con la explicación, aunque impactados al imaginar los años de destrucción del arrecife para sacar toneladas de aquellas piedras.
Continuaron su visita y se adentraron en el templo. El Embajador tenía mucho interés en ver los candelabros de cristal de Baccarat que colgaban en el pasillo principal. Quería que su familia los viera porque fueron regalo del imperio austrohúngaro al puerto de Veracruz, cuando Maximiliano y Carlota de Habsburgo eran emperadores en México. Al entrar en el templo por el pasillo central, dedicaron tiempo para observar con detenimiento los bellísimos candiles, armados con docenas de delicadas varillas doradas que remataban hacia arriba, en forma de capullo, en unas pequeñas bases del famoso cristal de Baccarat, para poner las luminarias. No había servicio eclesiástico, así que caminaron hasta el altar central. Unos minutos después descansaron, en las bancas de la iglesia, del calor extenuante, aunque no del fuerte olor a humedad de la parroquia. Contemplaron los retablos del templo principal y de otros anexos, espacios dedicados a santos y vírgenes; gran cantidad de flores y veladoras, llevadas por los creyentes, adornaban cada uno de los nichos.
—Papá, ¿quiénes son esas personas?, ¿por qué tienen tantas flores y velas? –preguntó Luise.
—Son los que algunos consideran santos, es decir personas iluminadas por Dios que durante su vida tuvieron actitudes bondadosas hacia otros seres y que fueron ejemplo para muchos. Las personas ponen las velas en los nichos para que la luz de Dios guíe a los santos, y las flores, para agradarlos, para que tengan un lugar limpio y adornado, que se vea bonito y ellos estén a gusto.
—Entonces, ¿nunca hicieron travesuras?
Todos se rieron con el comentario, pero la señora Sabine contestó:
—Sí, Luise, alguna vez, pero además de hacerlas, tenían dones especiales para ayudar a los demás.
Complacidos de conocer el templo y mirar aquellos lujosos candelabros que lo vestían, decidieron ir de compras a una tienda que vieron cercana. Compraron ropa ligera y de colores claros. El señor Meyer y su hijo consiguieron guayaberas y pantalones de lino, y las mujeres, vestidos también de lino de color claro, gasa y algodón. Al fin todos se sintieron cómodos.
En la avenida vieron pasar unos tranvías amarillos, el transporte eléctrico de la ciudad, que no tenía mucho tiempo de haberse instaurado; sin embargo, todavía existían los transportes jalados por mulas, con asientos de madera, cómodos sólo para distancias cortas y descubiertos de los lados para evitar el calor. Los Meyer decidieron hacer un pequeño paseo para conocer más de la ciudad de Veracruz. Subieron a uno de los tranvías; el pasaje costó seis centavos por persona. Las monedas con las que pagaron se parecían en tamaño a los Pfennige que ellos usaban en Alemania, y fueron el motivo que trajo a la memoria de María aquellas veces cuando, junto con su madre, pagaba las hogazas de pan oscuro de centeno y a ella le daban el cambio; solía contarlo lentamente y en voz alta, por su corta edad, y luego las guardaba en un pequeño monedero de tela roja que apretaba con la mano derecha para que no se le cayera. Cuando estaba subiendo a los niños al tranvía, María sintió una fuerte mirada: ¡el operador del tren, era el mismo que mencionó el problema de la ropa para frío a su llegada! Le dijo algo que ella no entendió y después le señaló la ropa; ella asintió, y los dos sonrieron. María se fue a sentar con las dos niñas; Erich, con sus padres. El transporte iba despacio para que los pasajeros disfrutaran todo alrededor: abundante follaje, árboles tropicales, palmeras y múltiples flores compitiendo en forma y colorido.
El calor agobiante hizo que la señora Meyer y María sacaran sendos abanicos de tela y encaje. Más adelante, cerca de un cementerio, la familia bajó del tranvía. El operador, quien en otro horario solía conducir también un transporte de mulas, sugirió al Embajador que visitaran el jardín del barrio de La Huaca, que estaba enfrente. Después se dirigió a María.
—¿Cómo se llama usted?
Ella había estudiado algunas frases básicas del español, pero se hizo la desentendida a pesar de saber lo que el operador le decía. Con una sonrisa le contestó:
—Guten Morgen.
Él exclamó:
—Pa’ su mecha, qué raro y feo nombre, Gutemorgue, pero la güerita está rete bonita.
El tren se alejó y el operador agitando la mano alcanzó a exclamar:
—¡Adiós, Gutemorgue!
Los Meyer y María caminaron a lo largo de una vereda sombreada por frondosos árboles; los gruesos troncos delataban que eran centenarios, y algunas raíces sobresalían de la tierra. Si alzaban la vista, entre muchas ramas y follaje se alcanzaba a ver cómo algunos de esos árboles, en lugar de hojas, lucían cientos de flores que iban del anaranjado al rojo, tantas que también adornaban el piso a manera de tapete. Era el árbol Malinche o flamboyán, como casi todos le llamaban. El tono de las flores hacía contraste con el verde de las palmeras; la mezcla de colores alegraba el jardín y el espíritu.
“De La Huaca... Suena extraño, ¿por qué el nombre tan raro?” María quería saber. En su poco español no dudó en preguntar a un parroquiano de edad que estaba sentado en una vieja mecedora afuera de su casa, donde había, como puerta, una raída cortina de colores desteñidos. Se trataba de un hombre de piel negra; su cabello era corto, y sus rizos canosos; entre fumada y fumada, de un oloroso puro, mecía su pesado cuerpo. Con los ojos entrecerrados intentó dar contestación.
—Mire, güerita, aquí, haje muchoj añoj, había un barrio que ejtaba pegao a la muralla que protegía al puerto; entonje no era como el de ahora, puej la muralla ya no ejijte. Antej le llamaban Tenoya, por el río del mijmo nombre que ejtá por aquí jerca. Toavía había muchaj cajita, toa e madera onde je acomodaron a vivir muchoj negro y mulatoj que fueron ejclavo allá dentro y que lograron ejcapar de suj captore. Aquí en laj afueraj hijieron ju colonia y vivieron con suj familiaj y suj hijoj. Je dije que en el barrio había una jeñora que je llamaba María Huacara, que era muy popular entre loj pobladorej, y cuando je querían referí a ejte luga le llamaban ají, “el barrio de La Huaca”, por ejo el nombre del barrio.
—María, creo que es suficiente, ¿no crees? –dijo el señor Meyer.
—¡Uf!, gracias, señor –dijo ella al parroquiano regalándole unas monedas.
Los pequeños veían asombrados al hombre de color; nunca habían visto alguien como él.
María comentó al señor Meyer:
—Qué extraño habla, parece que se come las letras, la verdad es que no le entendí nada.
—Tampoco yo, y eso que estudié por un año español.
Caminaron por el lugar. A María le pareció interesante, y en el jardín existía una placa en español, inglés y francés, donde pudo leer lo que le dijo el hombre viejo. Ese lugar fue habitado por familias de esclavos que lograron su libertad a mediados del siglo diecisiete. Desde ese jardín, se veía el barrio, una calle larga llena de casitas angostas, todas muy parecidas entre sí, con techos de dos aguas, algunos bastante deteriorados. Esa imagen quedó muy grabada en la mente de María, un lugar de soledad y tristeza.
Esperaron el siguiente transporte; éste siguió su recorrido hasta que regresaron al mismo lugar en donde se subieron inicialmente. A pie llegaron a una plaza con un inmueble largo que estaba a espaldas de la Pastelería y Cafetería de La Parroquia; era el edificio de gobierno. Les pareció portentoso, rodeado de vegetación y de vendedores de fruta, café, adornos de madera de cedro y muchas cosas más. Entre las ramas de los árboles surgía un trinar de diversas aves, acompañamiento para la gente. A la familia le gustaron aquellos pájaros de plumaje brillante y negro que los distinguía de los demás, similares a un cuervo pero de menor tamaño. Algunos veracruzanos los nombraban “papanes”, pero la mayoría les decía “xanates”. Éstos andaban despacio por el prado, con la cabeza levantada: la elegancia de su plumaje negro se acompañaba de un fuerte graznido.
Para todos era impresionante estar en el sitio que habían visto en dibujos y en algunos grabados de libros.
En las últimas horas de la tarde, tenían una invitación para hacer una ronda por el fuerte de San Juan de Ulúa en una barcaza de la Marina. Esa fortaleza fue construida por los españoles durante el virreinato, para proteger las propiedades de la Corona española del acecho de cualquier intruso, sobre todo de piratas. El que les parecía más despiadado en la historia del puerto, era el holandés Lorencillo, Laurens de Graaf, que en 1683 atacó el puerto y robó una gran cantidad de dinero, oro y joyas, además de generar cuatrocientos muertos entre hombres, mujeres y niños. Fue tal el saqueo que dejó al puerto en la miseria, razón suficiente para construir la fortaleza.
Durante la travesía en la barcaza, a los Meyer les contaron que el fuerte fue edificado por esclavos que, por las noches, eran encerrados en frías mazmorras; si se rehusaban al trabajo, los encadenaban a las paredes utilizando cepos circulares de hierro y los azotaban hasta morir de hambre o sed. Recibían este trato también si estaban débiles y no servían más como mano de obra. Los demás dormían amontonados, tirados sobre los húmedos y viscosos pisos de tierra, sin un lugar para asearse, mucho menos para hacer sus necesidades fisiológicas; para ello tenían barriles cortados por la mitad en donde acumulaban sus desperdicios, y cada cierto tiempo, ellos mismos los sacaban para tirarlos al mar. Además del fétido olor que despedía aquella inmundicia, la mortandad entre ellos era alta por las graves enfermedades que padecían; estando encerrados, nunca se curaban, pues los contagios eran constantes.
A los Meyer, el capitán de Marina Francisco Ortega, quien tuvo instrucción naval en Alemania y hablaba el idioma, les explicó que San Juan de Ulúa era una prisión y que ya no tenía el galardón de antes como fortaleza defensora de la ciudad. El Embajador leyó que esa cárcel era temida inclusive por los bandidos más desalmados; se hablaba de cosas terribles como tortura, golpes y vejación. Por todo esto, a la gente del puerto le gustaba inventar anécdotas, muertos, aparecidos con cadenas arrastrando, ruidos infernales, gritos y leyendas macabras en las que todo sucedía por las noches.
Erich preguntó:
—¿Por las noches aparecen los fantasmas de los muertos?
El señor Meyer alguna vez comentó a su esposa de lo que leyó, y no se dio cuenta de que estaba presente Erich.
María sonrió.
—Si quieres nos acercamos para bajar de la lancha y vemos si hay alguno, ¿te parece? ¿Nos quedamos más tarde a ver si escuchamos los ruidos de cadenas que se arrastran o las puertas que se abren solas? Estaría bien, ¿no?
Erich abrió mucho los ojos y María se sonrió con el capitán, quien no le devolvió la sonrisa; no le hicieron gracia los comentarios en alemán de lo que sucedía en la cárcel por culpa del gobierno del que era parte.
Luise abrazó fuerte a María.
—¿Y si nos atrapan y no nos dejan salir?
María trató de suavizar los comentarios al respecto al ver la molestia del capitán.
—No te preocupes, nada de eso existe.
El Embajador les dijo:
—Creo que son puras historias inventadas. Lo que es cierto es que esta fortaleza ha tenido mucho que ver con el desarrollo de México y ha defendido a este país muchas veces.
Al capitán le cambió la cara, y dijo en alemán:
—Así es, señor Embajador, el fuerte de San Juan de Ulúa ha defendido a México en muchas ocasiones en contra de piratas y de invasores. Es cierto que no está en buenas condiciones. La Revolución ha detenido el progreso en gran parte del país; entre tantas cosas, no ha permitido la restauración que se merece esta construcción.
—Espero que eso pase pronto –asentó el Embajador, y con el ánimo más tranquilo se dirigió a Erich:
—Si no te portas bien, te voy a dejar en esta cárcel.
—¡No! ¡No, papá! Yo no me separo de María y me voy a portar bien.
Todos rieron con el comentario.
La señora Meyer también sonrió.
—No te preocupes, corazón, nosotros no somos prisioneros, así que no vamos a entrar en ese lugar, mejor seguimos el paseo.
A lo lejos, pudieron ver a los centinelas haciendo rondín cerca de las puertas de algunas celdas. Se veían los torreones, los enormes muros salientes que rodeaban el fuerte, así como las bocas de los cañones que, desde sus troneras, más de una vez emitieron bocanadas de humo, con estruendo continuo, contra el asedio de piratas e invasores. Toda la familia estaba impactada con las altas y sólidas paredes construidas también con piedra muca, como la iglesia de la Asunción.
El señor Meyer pensaba en la cantidad de gente que trabajó en la pesada labor y el tiempo que ocupó para sacar del mar tanta piedra para edificar tan impactante fortaleza. Erich imaginaba ver sobre el cielo los trazos de fuego que formaban las municiones calientes salidas de los cañones al destrozar barcos enemigos. Sabine se lamentaba internamente de las ínfimas condiciones en que tendrían a los prisioneros, se decía que los torturaban. Al ver los uniformes de los centinelas, María se acordó del momento en que se despidió en Hamburgo de su hermano Jakob. Nadie imaginaba que la visita a aquel inmenso lugar, daría a cada uno una apreciación diferente y muy propia.
Terminaron de hacer el recorrido alrededor de la fortaleza; el lanchón los trasladó muy cerca de otro edificio, en donde el capitán Ortega, quien se distinguía por sus oscuras, largas y muy cuidadas patillas, dijo en alemán:
—Me despido, es un placer haberlos conocido y me pongo a sus órdenes para lo que se les ofrezca. Esta zona de la ciudad es bonita; para los tiempos que vive México, aún es segura. Si lo desean, pueden caminar un poco para disfrutar del lugar lo que resta de la tarde.
El edificio les pareció magnífico: se trataba de un faro que apenas tenía un año de haberse inaugurado y sustituía al antiguo faro Juárez que, muy cerca de ahí, estuvo en servicio durante treinta y ocho años continuos, hasta apagar finalmente su luz en 1910. El nuevo faro era una construcción larga con varios ventanales altos; del nivel central salía una gruesa columna que, en la parte superior, soportaba una gran lámpara cubierta con una estructura de piedra y grandes cristales. Se veía majestuoso frente al mar. Por la noche él compartía su luz, igual que la del reflejo de la luna en las olas; la diferencia era que el faro orientaba a las embarcaciones en su camino para llegar al puerto.
Los Meyer estaban rendidos después de visitar tantos lugares; se sentaron en las bancas de un parque cercano al hotel.
El señor Meyer preguntó a Sabine:
—¿Qué te ha parecido el faro, cariño?
—El edificio es muy bonito y el faro, con su gran luminaria en la noche, es grandioso. Haber caminado por el jardín botánico, con su refrescante sombra, ha sido muy grato. Qué bien que nos trajeron a conocer estos lugares.
—Sí, debemos estar agradecidos con el gobierno y el personal que nos atendió de tan buena manera a pesar de los problemas que enfrenta México en la actualidad; ya me encargaré yo de cumplir con mis funciones como debe ser.
La luna reinó con las estrellas, sus brillantes damas de compañía.
—¡Qué hermosa noche, ¿verdad, Axel?
—Sí, querida, ha refrescado un poco, sin bajar demasiado la temperatura.
María acariciaba el cabello de Roswitha, quien disfrutaba de aquellos cariños. La noche había sido propia para caminar, pero el trayecto había sido largo. Cansados por el recorrido, el incesante calor y el abrumador bochorno de todas esas horas de jornada, los niños se durmieron estando todavía en la banca del parque; la primera fue Roswitha, a quien María no dudó en alzar en sus brazos; al poco rato Erich y Luise también cayeron en sueño profundo, por lo que sus padres tuvieron que cargar a cada uno. El Embajador se apresuró a conseguir un coche que los llevó de vuelta al hotel. Casi al llegar, a la señora Meyer le dolían los brazos por el peso del pequeño Erich.
Para hacer el viaje a la capital había dos opciones: la diligencia o el ferrocarril. En la mañana del día siguiente al del paseo por el puerto de Veracruz, los Meyer tendrían que estar en cualquiera de las dos estaciones; las dos salidas, la del tren y la de la diligencia, estaban programadas a las siete de la mañana. En tren, el peligro era el movimiento armado; podría causarles problemas debido a que había forajidos que asaltaban los ferrocarriles para utilizarlos como transporte; sin embargo, esa situación se daba más en el norte de México y no en Veracruz. En diligencia, hacer el viaje sería de forma antigua, más relajada, para ver todo con más detenimiento, pero también corrían riesgo ante ladrones y rebeldes. Además les resultaría cansado e incómodo, pues el viaje podría ser lento; a veces tardaba casi una semana debido a los descansos obligados en los paradores, el cambio de caballos, comidas, pernoctas y los caminos accidentados llenos de polvo. Sería un viaje pesado. El recorrido en tren los llevaría a su destino aproximadamente en doce horas de viaje, con la comodidad de un vagón de primera clase con asientos acojinados.
Los esposos Meyer tenían que tomar una pronta decisión. Esa misma noche hicieron comentarios en referencia a los riesgos y el peligro de un asalto al tren de parte de la gente del movimiento armado –ya fueran miembros del ejército o rebeldes de distintos bandos revolucionarios–. El Embajador sentía incertidumbre respecto a si él podría defender a su familia en caso de asalto. En aquella plática había indecisión y nerviosismo. Los Meyer sentían preocupación por los niños, por María y por ellos mismos. De las dos alternativas de viaje, el tren resultaba la opción más segura.
Esa misma noche, a pesar de la agotadora jornada, María preparó su equipaje y el de los niños.
Llegó el amanecer y los Meyer no tuvieron el tiempo suficiente para reponerse del cansancio del día anterior. Eran las cinco de la mañana, y María ya estaba de pie intentando despertar a los niños.
—Guten Morgen, guten Morgen.
—¿Ya llegamos? –dijo Luise tallándose los ojos.
—¿A dónde? –preguntó María.
—A Meshico.
—No, ¡despierta que nos vamos en tren para Meshico!
Los otros dos chiquillos ni siquiera se movían. María empezó a hacerles cosquillas en los pies para despertarlos. No querían levantarse, estaban muy cómodos en sus camas.
El Embajador entró en la habitación y preguntó:
—¿Están listos? ¡Nos vamos! El que no esté listo en cinco minutos se queda aquí solo, y María se va con nosotros; el tren sale a las siete y no podemos demorarnos, tenemos que llegar a Meshico.
—Papá, ¿por qué no nos quedamos?, aquí está muy bonito –dijo Luise.
—Sí, sí, mejor trabajas aquí en la playa –asintió Erich. Eso le causó risa a su padre.
—¡Mejor levántense o se quedan solos!
María, parada frente a ellos, preguntó:
—Mis niños, ¿me van a dejar sola?, ¿no quieren ir conmigo?
Entonces los tres chiquillos se apresuraron para que ella les lavara la cara y los empezara a vestir.
Los Meyer y María, acompañados de valijas y maletas, se encontraban en la estación del tren. Desde que bajaron del barco no pudieron visitar con calma aquel lugar que la gente llamaba la “estación del camino de hierro”, desde donde partiría El Mexicano, ferrocarril que hacía el viaje de Veracruz a México y viceversa. La estación era tan nueva que pronto habría una inauguración oficial. Sus largos andenes de hierro eran funcionales y cómodos para los viajeros; tenían farolas, pisos de cerámica, bancas de madera de cedro y mampostería con imágenes típicas del puerto. El movimiento era constante, y en todo momento había gente formada en las taquillas para la compra de boletos. La sala de espera para los viajeros era un salón largo; ahí, algunas de las bancas estaban ubicadas a los lados y otras encontradas de frente, en pares. Era un salón adecuado para conversar mientras no anunciaran, en paneles, las salidas y llegadas de los trenes. Afuera, en las escalerillas de la entrada principal, los vendedores anunciaban a viva voz sus productos para que la gente pudiera comprar. Adentro, en uno de los andenes, sobre la vía esperaba la locomotora de cuya chimenea no dejaba de salir el humo, que formaba una larga columna levantándose hacia el cielo y que más tarde arrastraría los vagones. La gente iba en ellos ataviada con ropa elegante; otros, de diario. Los señores, en su mayoría, con sombrero; las señoras, con faldas largas, huaraches y rebozos. La nostalgia tomó a María haciéndola recordar el viaje que los Meyer y ella hicieron en tren para llegar al puerto de Hamburgo, en Alemania. Fue algo parecido, sin el alboroto de los vendedores de la estación de Veracruz; se sentía contenta con el ambiente.