Hace un par de semanas, en el penúltimo número de Arena, aparecieron diversas listas con los cinco libros que veintiún intelectuales y escritores “salvaríamos antes del fin del mundo”. Confieso que la pregunta telefónica me tomó de sorpresa y que pedí unos días para pensarlo. Pero no lo pensé (es más, lo olvidé) y, cuando se repitió la llamada, no hice sino enumerar cinco de mis libros preferidos: el Quijote, La guerra y la paz, La cartuja de Parma, La montaña mágica y una antología de poesía contemporánea en nuestra lengua. Algunos encuestados se pasaron de listos y enumeraron siete títulos. En mi caso, yo hubiera añadido La condición humana, de Malraux, Los Maias de Eça de Queiroz, y las obras de Martí; y, si hubiera de seguir, Proust y… Juan Cristóbal.

Da gusto nombrar los libros que uno ama.

Hay otros libros que necesitamos, que usamos, que acaban siendo indispensables. Libros de ensayos, de filosofía, de política, de teoría (ninguno de los encuestados eligió a Kant, a Darwin, a Marx, a Nietzsche; nadie mencionó El Estado y la Revolución), en los cuales hemos estudiado y aprendido lo poco que sabemos. Pero hay otros libros que, por ocurrencias o sucesos casuales, amamos. Amo Juan Cristóbal, de Romain Rolland. ¿Cómo no amar aquel libro de mis diecisiete años habaneros que me recomendó una inolvidable amiga y que me convirtió en otra persona? Lo mismo me sucedió, pocos años después, con La guerra y la paz; siempre he dicho que uno es de una manera antes de leer La guerra y la paz y de otra después de leerla. Cuando me invade la amargura, la desazón, el escepticismo, abro Juan Cristóbal por cualquier página y enseguida encuentro sosiego y templanza. Y lo mismo me ocurre con La montaña mágica, leída también en mi adolescencia cubana, en la sierra de Escambray, confundido con Hans Castorp. Uno encuentra en esos libros una fabulosa capacidad terapéutica contra la depresión y las circunstancias (aquellas que, según Ortega, teníamos que salvar para salvarnos a nosotros mismos). Tan sólo el tocarlos produce una extraña satisfacción que —cada quien con los suyos— todos conocemos. Y entonces me pregunto, con cierta ansiedad: ¿y los que no leen? ¿cómo vivir ignorando el universo infinitamente maravilloso de los libros? ¿para quiénes se hacen esos cientos de espectáculos, esos miles de revistas ilustradas, esos millones de programas televisivos? Para los que no leen. Homo lectis / homo videns. ¿Se ama una telenovela como se ama La cartuja de Parma? Imposible. Se ama a esos libros como se ama a las personas. Y viceversa: se ama a las personas como se ama a los libros, construyendo, ladrillo a ladrillo, una felicidad intensa y extraña que conoce muy bien sus carencias. “Quien trae (con) ciencia trae dolor”, dice más o menos el Eclesiastés. De ese dolor dichoso están hechos los hombres y las mujeres que leen.